Archivo de septiembre 2010

21
Sep
10

Papeles de la Fundación Nuevo País

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Enviado desde Cuba por Manuel Cuesta

 

21 de septiembre de 2010

 

Comunicación

Nuevo País

Como su nombre lo indica, la Mesa se encargará de coordinar los diversos proyectos que Nuevo País anima, fundamentalmente su campaña de recogida de firmas.

En virtud de la condición plural del proyecto, la Mesa está compuesta por sensibilidades diversas en el orden político, social, cultural y de género. Más importante aún, en ella se participa en la sola condición de ciudadano o ciudadana, no en representación de organización, grupo o corriente específicos.

En la Mesa Coordinadora de Nuevo País no hay jerarquía entre sus miembros. Nuestro concepto es que la condición de ciudadano es autorepresentativa, a partir de su autonomía política, y que por tanto es solo la voluntad y el consenso de construir un proceso político común, fundado en el ciudadano como fuente primordial de legitimidad, el que determina las opciones, alternativas y decisiones que se tomen. La coordinación y el consenso en torno a lo más eficaz, lúcido y viable son los instrumentos de la Mesa.

Los coordinadores trabajarán, en igualdad de condiciones, en todos los niveles territoriales; viabilizando la puesta en marcha de las diversas iniciativas y controlando el proceso.

Hasta la fecha, son miembros de la Mesa Coordinadora:

Juan Manuel Orta Muiño

Mileydis González Oliva

Leonardo Calvo Cárdenas

Eleanor Calvo Martínez

Fernando Sánchez López

Lucía Farah Hernández

Claro Díaz Robaina

Juan Alberto de la Nuez

Mayra Sánchez Sorit

Amaury Ruiz Rizo

Juan A. Madrazo Luna

Dailen Rojas Pérez

Carmelo Bermúdez Rosabal

Yusnaimy Jorge Soca

Víctor González Beuden

Minaldo Ramos Salgado

Danger Acosta Justi

Rogelio Fabio Hurtado

Juan del Pilar Goberna

Gloria Llopis Prendes

Javier Herbello Peraza

Amador Blanco Hernández

Manuel Cuesta Morúa

Pablo Hurtado Padilla

Leonardo Padrón Comptiz

Juan Carlos Alonso González

Fernando Edgardo Palacios Mogar

Norlan Pérez Díaz

René López Benítez (Asesoría Jurídica)

Nuevo País

 

Centros de Referencia de Nuevo País

 

A medida que se vayan integrando más coordinadores a la Mesa y creando más Centros de Referencia de Nuevo País los iremos dando a conocer a los ciudadanos y demás interesados.

 

Mesa Coordinadora

Proyecto Nuevo País

 

Calle No. 148. No 146 e/ 41 y 43, Apto. 1 Municipio Lisa. Ciudad Habana.

Calle No 240. No 2472ª. e/ 247 y 249. Apto 43 5to. Piso. Rpto Abel Santamaría. Boyeros. Ciudad Habana

Calle No. 23. No. 710. e/ C y D. Apto 2. Primer Piso. Plaza. Ciudad Habana

Lealtad No. 406 e/ San José y San Rafael. Apto 3. Centro Habana. Ciudad Habana

Calle Laborde No. 271ª. e/ Jerez y Cosío. Cárdenas. Matanzas.

Edificio No. 203 B-1. Apto 44. 4to. Piso. Ciudad Camilo Cienfuegos. H. del Este

Edificio No. C-11. Apto 4. Zona 6. Alamar. H. del Este

Ave. No. 23. No. 3418 e/ 34 y 36. Madruga. La Habana

crea asimismo sus primeros ocho Centros de Referencia, a donde los ciudadanos pueden acudir para conocer o orientarse acerca de los diversas iniciativas y programas que animamos. inició desde el pasado 1ro. de septiembre un proceso gradual de constitución de su Mesa Coordinadora.

 

Con este análisis damos inicios a los Papeles de la Fundación Nuevo País. Dos categorías básicas formarán parte de estos Papeles: Análisis en las diferentes áreas de la vida social y política, e Informes periódicos sobre los más diversos temas que conciernen a Cuba. Los Informes serán solicitados a personas específicas tratando de concertar una visión plural sobre el tema de que se trate. Los Análisis serán acopiados a partir de aquellos trabajos que libremente quieran ser entregados por sus autores a la Fundación.  Todos deben ser enviados a: nuevopais10@yahoo.com Nuevo País, y su Fundación, no tienen vínculos ideológicos con grupo o partido político alguno. Su propósito es la nación cubana, propiciando el intercambio plural, riguroso y diverso de interés nacional.

Con esta primera aproximación que ofrecemos, quedan inaugurados Papeles de la Fundación Nuevo País en la categoría de Análisis.

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50 años después: un nuevo contrato para Cuba

¿Por qué un nuevo país? La aproximación política

Por: Manuel Cuesta Morúa

Historiador, politólogo y ensayista

Lo que expongo a continuación ya es conocido de forma reducida en algunos círculos. Una versión del texto presente apareció publicada en un número especial de la revista Consenso. Pero en un nivel más profundo, el diagnóstico que aquí aparece se debe a un cerrado debate intelectual precedente, que también apareció en Consenso, sostenido por un grupo de intelectuales cubanos, y no cubanos, —bajo el título de 25 plus 25, pensando la nación—  preocupados por el futuro de Cuba. Una preocupación compartida, afortunadamente, por más de un cubano.

La cuestión básica es precisamente esta: ¿a dónde va la nación cubana?  Casi todo el mundo coincide, para decirlo popularmente, en que estamos seriamente embarcados. Y como del embarque hay que salir de un modo razonable y civilizado, algunos amigos, más allá de ideologías, nos dimos a la tarea de pensar y discutir, leer y releer, y sobre todo de imaginar. La conclusión de todo ello es una: necesitamos un nuevo país y la refundación de nuestro proyecto nacional. Una conclusión para la que no hay que estudiar mucho si se parte de la más sencilla de las premisas: Cuba es de todos los cubanos.

Esta premisa sencilla fue olvidada. Como hemos sido atrapados por procesos políticos muy duros, la gente se acostumbró y dejó impresionar e intimidar por la idea de que Cuba pertenece a un grupo “muy especial” de personas que se dan en llamar revolucionarios. Cubanos y extranjeros, todos, hemos aceptado esta clasificación, que puede tener mucha densidad y categoría, pero que no coincide con la cultura y la nacionalidad, que son las dos primeras condiciones de pertenencia a Cuba y a cualquier nación, y por encima de las cuales todo lo demás puede ser daño o beneficio colaterales, según el ángulo de posición.

Todavía hoy, después del desgaste casi grotesco de todos los significados más respetables del concepto de revolución  —lo de la Venezuela de Hugo Chávez es de espanto—, mucha gente se pone a la defensiva por desear cambios para su país, diciendo que ellos no son contrarrevolucionarios cuando reciben el ataque psicológico del mentalismo revolucionario; sin percibir que el término contrarrevolución en Cuba puede adquirir ya la misma connotación que el término mambí, peyorativamente empleado por los españoles en el siglo XIX para referirse a los insurrectos cubanos, es decir a los independentistas. Esto vendría a significar que todavía están atrapados por la clasificación de los otros, sin discernir que el poder de la semántica coincide aquí, no tan extrañamente, con el poder de las armas. Y así no se vale. Al menos en el campo de las palabras y de las ideas.  Nos ha faltado en este sentido fuerza mental.

En todo caso, más allá de esta discusión, la pregunta fundamental que debemos hacernos para no dejarnos impresionar por nada ni nadie es: quién define qué. Y la nación no la define un grupo autolegido, sino el ciudadano: el único legitimado para tales empresas. Simplemente la revolución como fuente de derecho, tal y como la definió el jurista español Fernando de Azúa, es una concepción reaccionaria. Lo que tal jurista y sus seguidores pasaron por alto, quizá convenientemente, es que llega el momento en el que las revoluciones se hacen del poder, y ahí desafortunadamente no han diferido ni de las formas ni de las justificaciones de los modelos políticos más tradicionales. En muchos casos  —el de Cuba es especial en este sentido—  han revivido modos y fundamentaciones que se suponían sepultadas por la modernidad. Una ironía simpática es que, una vez en el poder, las revoluciones utilizan sin tapujos y profusamente los conceptos de subversión y estabilidad para defenderse de sus adversarios. Los conceptos políticamente menos revolucionarios que podrían existir y que harían aplaudir a Metternich, aquel canciller austriaco que logró la confabulación más estruendosa y fina contra la revolución francesa.

La segunda cosa esencial es la constatación de que el ciudadano es el legitimador por excelencia si es que queremos evitar el regreso a los Estados de origen más o menos divino. Y el resultado entonces no fue solo discutir, leer y releer acerca de Cuba, sino trabajar por un nuevo país desde los ciudadanos.  Claro, siempre es necesario un proceso de autorreflexión acerca del lugar en que nos movemos, en torno a quiénes somos, de dónde venimos, y del momento exacto en el que estamos.

Así nació  este texto, como parte de un proceso de reflexión que intenta también definir la necesidad de un nuevo país por la historia, por los sujetos políticos y culturales, y por la mentalidad de sujetos y actores en y para el proyecto nacional que necesitamos. Además, y desde luego, la reflexión incluye una consideración sobre el contexto internacional para explicarnos nuestras opciones y posibilidades como nación; algo que en Cuba es fundamental porque nuestra nación se ha definido históricamente en términos negativos. A quién no debemos pertenecer, más que a quién pertenece la nación, es un antiguo dilema no resuelto. Cada una de estas reflexiones aparecerá en un texto específico para entender el proceso en sus dimensiones concretas. La que sigue, fue y es una versión algo corregida de la primera de esas reflexiones: un diagnóstico del por qué necesitamos un nuevo país.

Finalmente, debo aclarar que aunque estas ideas son parte de un debate compartido entre cubanos que preparan sus Papeles de trabajo, como se dice actualmente, e intentan dar impulso a la Fundación Nuevo País, lo que he expresado aquí, y expresaré en el futuro en cuanto al tema urgentísimo de la nación cubana, es enteramente mi responsabilidad; siguiendo los criterios de que todos tenemos la responsabilidad de pensar y trabajar por Cuba, de que uno no debe embarcar con sus testarudeces a los demás y de que, en lo adelante, a nadie se le ocurra la ridícula y peligrosa idea de que puede tener algo cercano a la verdad absoluta. Y por supuesto, un cuarto criterio es fundamental: no dejarnos intimidar por las palabras, su vehemencia acompañante o la violencia del poder.

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El hecho del pluralismo: condición de la política civilizada

Una nueva era comenzó. Desde Pretoria, en Sudáfrica; pasando por la Paz, en Bolivia, hasta llegar a Washington, en los Estados Unidos. ¿Su fundamento? Un movimiento cultural que ha venido forjando nuevos contratos sociales y políticos para la mayoría de las sociedades. En el Norte y en el Sur.

El fin del apartheid en Sudáfrica fue la cruda expresión política de ese movimiento cultural, que mostró la inviabilidad ética de las hegemonías culturales en territorios poblados de diversidad. La solución reconciliatoria de Nelson Mandela captaba el mensaje de que el nuevo contrato sudafricano no podía basarse en una nueva hegemonía, que arrinconara a las diversas tradiciones dentro de una misma nacionalidad.

En el hemisferio occidental ese nuevo contrato empieza por Bolivia, con el ascenso de Evo Morales al poder como representante de la América ancestral olvidada y expoliada. Y aún cuando esta amenaza con repetir el mismo esquema de hegemonías contra el que luchó, su importancia está ahí: el hemisferio occidental se abre a ese movimiento cultural que define la nueva legitimidad de los contratos sociales y políticos del futuro: la diversidad cultural vehiculada a través del ciudadano político.

La última y más vigorosa expresión de ese movimiento es el ascenso de Barack Obama al poder en los Estados Unidos. Y su llegada introduce un matiz que confirma la irreversibilidad de ese movimiento cultural: el ascenso de las minorías culturales, dada su capacidad para construir mayorías, al campo legítimo de las decisiones políticas.

La nueva era comienza pues con dos poderes conectados: el poder de la diversidad para la reconstrucción civil de los Estados y el poder de la imaginación que esta diversidad provee, para la solución de los problemas que el mundo ha heredado del exceso de hegemonías fundadas en criterios de superioridad. Es el triunfo claro de la nueva antropología y de su estética asociada, lo que tiene pocos precedentes globales.

Cuba: necesidad del pluralismo político para completar la nación

Cuba, necesitada de firmar este nuevo contrato para estructurar un nuevo país, se aleja peligrosamente de esta corriente global, medio siglo después del fracaso de su propio esquema de hegemonías.

En julio de 2006 parecía que las autoridades cubanas se acercaban a la sociedad para entrar en esa nueva era, y para dar los pasos iniciales en dirección a este nuevo contrato. Cuatro años después, desaprovechan irresponsablemente la oportunidad, solo para contemplar cómo los Estados Unidos le tomaron la iniciativa dentro de este movimiento cultural.

Más allá  del contraste o la comparación entre las dos sociedades, el asunto es capital, desde el punto de vista estratégico, debido al diferendo político y cultural que enfrenta al gobierno cubano con la clase política estadounidense, y a la importancia de las decisiones políticas de Washington para el tipo de respuestas defensivas del gobierno de Cuba.

La parálisis en el proyecto  —que no proceso— de “cambios estructurales y conceptuales” que exige el país viene a reflejar, en todo caso, tanto la falta de imaginación de la actual hegemonía política de Cuba como su incapacidad para absorber la fuerza, los elementos y las consecuencias civiles de nuestra propia diversidad cultural, lo que estaría poniendo en peligro la continuidad de Cuba como nación viable en el mediano y largo plazos.

El peligro es también inmediato, aunque sus consecuencias sean estratégicas. La pérdida acelerada de confianza en el gobierno acelera la pérdida del tiempo-confianza en la sociedad y, lo más importante, la confianza-país. El hecho de que cada vez más ciudadanos estén dispuestos a dejar atrás la ciudadanía revolucionaria a favor de la doble ciudadanía es una muestra de desconfianza en las posibilidades de Cuba como nación. Un mensaje de que en Cuba se puede vivir como español, francés, norteamericano o italiano es decir, como ciudadano global, pero no como cubano.

Hay aquí  una primera ruptura fundacional que en estos momentos se enfrenta a otros dos peligros: el primero, la ausencia de liderazgo y visión del gobierno para afrontar los desafíos del país en una época global; y, el segundo, su perseverancia metafísica en la idea de una “Revolución” que aceleradamente va perdiendo sus registros sociales para fortalecer sus registros punitivos. Ella se apoya en la policía más que en los filósofos. Da primero un pan, para ofrecer más tarde el castigo.

Ciertamente el gobierno cubano acumula mucho poder pero carece de liderazgo. La clase de liderazgo que demanda un país cuando se enfrenta, cumulativamente, a un desafío económico, a un desafío cultural, a un desafío sociológico, a un desafío de información, a un desafío del conocimiento y a un desafío generacional; más los peligros evidentes de toda nueva época. Aquellos desafíos podrían resumirse, por tanto, en el siguiente dilema: ¿cómo el gobierno logrará mantener un modelo político que se encuentra por debajo de la inteligencia básica, la experiencia acumulada de la sociedad cubana y el pluralismo cultural?

Ante ese dilema, el gobierno ha sacrificado las opciones posibles de un nuevo liderazgo ante la metafísica de la “Revolución”.

¿Revolución progresista o revolución conservadora?

Pero, 50 años después, ¿puede hablarse, más allá de un recuerdo y de un nombre, de Revolución Cubana? Desde el punto de vista de la convicción ―un soporte psicológico―, no cabe dudas de que existe. Es el tipo de convicción que funda la existencia de las religiones y que solo cabe respetar en su dimensión específica. Pero desde el punto de vista de sus propuestas iniciales, la Revolución Cubana hace tiempo ya que se disolvió en su único alcance asumible: la independencia y soberanía externas de Cuba. Quienes defienden al gobierno de Cuba con el expediente de la Revolución, nunca contestan satisfactoriamente estas dos preguntas: ¿es Cuba el único país donde existen la salud y la educación gratuitas?; ¿es legítimo que las actuales generaciones de cubanos se planteen la necesidad de otra Revolución? Una Revolución que bloquee la posibilidad de revoluciones futuras no está hecha por revolucionarios.

Pero los revolucionarios no se rinden, ni siquiera ante la clara evidencia de que la Revolución Cubana ya no existe. Y la Revolución Cubana ya no existe porque, más allá de la convicción y de sus propuestas, ella fue, por naturaleza, una revolución conservadora. Pongo el ejemplo por excelencia para los seguidores de los estudios culturales y su relación con la naturaleza de los modelos políticos: frente a tres sujetos que por su condición antropológica darían contenido a toda revolución “emancipatoria” en el siglo XX, y dentro de sociedades diversas, el gobierno cubano plantó una defensa activa que cerró las posibilidades de una modernización social, política y cultural coherente, en consonancia con la dinámica mundial: el feminismo, los negros y el movimiento homosexual y de lesbianas. Lo que constituyó una señal temprana de la naturaleza conservadora del proyecto del 59.

Por otra parte, el cierre de Cuba como respuesta inicial a la libertad que en los años 60 del siglo XX comenzaba a acercar a los ciudadanos de todo el mundo: la libertad de movimiento, fue el sello de ese conservadurismo que desconectó a los cubanos de su dinámica fundacional como país. Y su reacción ante el impacto de la tecnología fue y es antediluviana: comprobar el impacto político sobre el régimen de procesos tecnológicos que son democratizadores en sí mismos. Todavía hoy en Cuba se discute sobre estos asuntos, presentes aquí a pesar y contra las políticas del Estado, pero que están incorporados hace tiempo a la realidad de la mayoría de las naciones: desde Haití hasta Suecia.

Por su naturaleza, la Revolución Cubana es la expresión última, en el siglo XX y lo que va del XXI, del proyecto criollo de modernización, con sus dos modelos más claros: el modelo ampliado de plantación-economía exportadora-poder, y el modelo restringido de hacienda-bodega-dominación, más anclado este en la estructura de la conquista española de América.  Ese proyecto de modernización inició su larga marcha por la invención hegemónica de Cuba en el siglo XIX. Y ese criollismo conservador se actualizó a través de una dictadura de benefactoría social que creó, con la Revolución Cubana, el segundo Estado jesuita del hemisferio occidental, después del Estado del mismo tipo fundado por el Dr. Francia en el Paraguay del siglo XIX.

Sus más importantes logros tienen que ver con su capacidad para que la juzgaran a partir de lo que ella dice de sí misma, con su programa para detener la pobreza en los límites de la miseria que exhiben muchos países del Tercer Mundo y con su visibilidad confrontacional con la primera potencia del mundo: los Estados Unidos. Nunca fue un proyecto de futuro.

Estos éxitos de imagen y de cohesión mínima alimentaron cierto romanticismo de izquierdas y de derechas, muchas veces en el límite de la obscenidad política, del oscurecimiento de la historia antes de 1959 y del racismo cultural, y una visión de frontera posimperialista por su oposición constante a las políticas de los Estados Unidos. Ellos enmascararon la estructura conservadora de la sociedad que la “Revolución” animó, y el imperialismo revolucionario hacia el Tercer Mundo: en forma de misiones militares o de misiones médicas y educativas.

El éxito de esta revolución conservadora, por 50 años, permite entender cómo, con el paso del tiempo, la llamada Revolución Cubana se convierte en una revolución de expectativas decrecientes, que hizo de la cartilla de racionamiento una virtud, del afán de modernización una contrarrevolución y del intercambio con los Estados Unidos un problema de seguridad nacional. Esto último, llevado al límite, ha significado un debilitamiento cultural del país frente al desafío que representan los Estados Unidos en términos de continuidad cultural de la sociedad cubana, ―podríamos hablar ya de la fruta madura cultural― y un agotamiento del proyecto criollo en su incapacidad para darle seguimiento y continuidad a sus políticas en una época de plena globalización. En la medida en que este proyecto criollo ha pretendido identificarse con los fundamentos de Cuba, pone en peligro también la viabilidad de la nación.

Como proyecto criollo, ―con un pie puesto en la estructura de la España colonial, lo que permite entender la discriminación estructural del gobierno a los nacionales―, la Revolución Cubana es un proyecto de hegemonía y dominación que ha legitimado la “contrarrevolución”; solo que aquella hecha por los revolucionarios en el poder.

El contrato original de 1959, fundado en una complicidad positiva entre sociedad y nuevo poder revolucionario, se actualiza en 1961 perfilándose como socialista; lo vuelve a hacer en 1976, con una Constitución que establece la hegemonía y superioridad de los comunistas; se quiebra en 1979 con la visita de quienes habían abandonado el país; se rompe en 1980 con los sucesos de la embajada del Perú y del puerto del Mariel; vuelve a actualizarse en 1992, con la admisión de otro universo moral dentro del partido comunista y con la laicización constitucional del Estado; se rompe una vez más en 1994, con los eventos del Malecón de La Habana; y trata de reactualizarse con la liberalización de los mercados agrícolas, y de otras áreas, que más tarde son distorsionados.

A lo largo de todos estos momentos el gobierno ha hecho lo uno y lo contrario para sostenerse en el poder, independientemente de que unas prácticas económicas, sociales o políticas hayan estado en contradicción absoluta con las anteriores o posteriores. Y todo en nombre de la Revolución Cubana. Cada una de estas “revoluciones” y “contrarrevoluciones” hechas desde el poder, le han divorciado cada vez más de la sociedad y le permitieron, finalmente, en 2002, replantear su relación orgánica con los ciudadanos.

Sí, “dentro de la revolución, todo”; pero “dentro de la contrarrevolución, también”: este parece ser el epílogo del proceso político iniciado en 1959.

Incapaz de hacer la crítica de sus fundamentos ―a diferencia de las democracias representativas, la Revolución Cubana no permitió una discusión a fondo de sus pilares, lo que explica su falta de democracia―  el gobierno emprende en 2002 una reforma constitucional ―una auténtica contrarreforma política― que fue la última y definitiva ruptura del proyecto criollo con los ciudadanos cubanos ―ruptura lógica y necesaria para poder establecer en el futuro un nuevo contrato y replantear la fundación nacional sobre el proceso ya más logrado de nación cultural.

Y al declarar constitucionalmente la irreversibilidad del “socialismo”, el gobierno pulveriza los precedentes constitucionales de la fundación de Cuba. Desde nuestros orígenes como proyecto de nación, estos asimilaron, sin contradicción, esa unidad de súbdito y soberano que está en la base del ciudadano moderno. Súbdito de la ley, soberano para conformarla, los cubanos perdimos con esa contrarreforma la condición de ciudadanos ―que es pulverizada― y la relación orgánica con un Estado que solo sabe y le importa justificarse a sí mismo. A partir de aquí quedó claro que para el Estado los cubanos somos únicamente fuente de deber, no de soberanía. Así, la naturaleza republicana de Cuba se disuelve, estableciéndose un contrato cívico-político para impedir todo contrato futuro. Una aberración que debe tener pocos precedentes en la historia constitucional del mundo.

Si se quiere entender, entonces, por qué la relación de los cubanos con su Estado es fundamentalmente cínica, donde se supone que debe existir una relación ética, la razón puede encontrarse en esa fluidez estática que la Revolución Cubana ha establecido con su sociedad, hecha a base del supuesto de que-lo-que-es-no-es, pero debe-seguir-siendo-como-si-fuera, para lograr la supervivencia mutua en medio del apagón del futuro y la suspensión de toda perspectiva estratégica, tanto para el país como para los proyectos personales.

La complicidad y el engaño mutuo sociedad-Estado vienen a forjar, durante 50 años, ese modus vivendi que ha disuelto más de una esperanza y colocado al país en un callejón sin salida. La corrupción como zona de tolerancia compartida tanto por el poder como por los ciudadanos, en medio de una tensión vital, es el ejemplo claro del progresivo hundimiento nacional y de la desmoralización en picada de las bases decentes de la convivencia.

La última definición dada por Fidel Castro el 1ro. de Mayo de 2000  de lo que es la Revolución Cubana, solo viene a confirmar el diagnóstico: durante 50 años ella viene haciendo un costoso tránsito desde la justificación por sus esencias a la justificación por sus circunstancias. En tal sentido, “contrarrevolución” y “revolución” son palabras al vacío fijadas en el vocabulario general de la sociedad para el control psicológico, a las que los cubanos le temen por su capacidad para el ostracismo social, o que buscan como contraseña política para la admisibilidad también social. Fuera de esto, y solo para una ínfima minoría de hombres y mujeres honestos, tienen un sentido de comunión en la obra y defensa de un pasado, que no contradice la respuesta a esta pregunta: ¿qué es en definitiva la Revolución Cubana? Esto: el poder y sus circunstancias, definidos ambos por la picaresca de Estado.

Del Estado medieval a la nación moderna

50 años después, Cuba necesita un nuevo contrato. Uno que nazca de políticas de Estado y que ancle en el ciudadano como fuente única de soberanía y de poder. El tipo de Estado medieval que la Revolución Cubana inauguró, y que establecía al mismo tiempo dos fuentes originales de derecho y soberanía ―la Revolución y el pueblo―, desquició la relación entre los cubanos y su Estado, colocando a aquellos al servicio de este. Cuando todo Estado moderno debe estar, en principio y por principio, al servicio de los ciudadanos, en Cuba se invirtió la relación y se enajena la fuente de legitimidad para terminar confundiendo propiedad y soberanía: la condición básica de todo Estado medieval. El hecho de que ningún cubano pueda demandar al Estado, a sus funcionarios o a sus órganos ante los tribunales es algo más que un abuso de poder: es el establecimiento del abuso de poder como un principio estructural. La humillación diaria del “ciudadano” frente a los que se supone son sus servidores públicos, es el índice más claro de la perversión que crea esta relación invertida.

El lapso de dos generaciones es tiempo suficiente para que las sociedades funden un nuevo contrato. El signo de vitalidad de una cultura radica en las preguntas fundamentales que cada cierto tiempo los gobernados le hacen al poder y a los que aspiran a ejercerlo. No se trata de un reajuste simple o de una rectificación cualquiera de los mecanismos de convivencia, sino de un repertorio de preguntas nuevas o dormidas que cuestionan a fondo pareceres, formas de control, modos de convivencia, estilos de vida y lenguajes de comunicación. Esto es algo más que la queja, el malestar o la inquietud; es la expresión de un desajuste básico entre la visión que el poder tiene de la sociedad y la que esta tiene de sí misma. De la comprensión de esto nace el liderazgo; de su desprecio, nacen la dominación o el caos.

En Cuba llevamos cuatro generaciones sin que las preguntas fundamentales que muchos cubanos han hecho y vienen haciendo encuentren algún tipo de respuesta satisfactoria. A cada pregunta generacional, el gobierno ha respondido con un desplazamiento del liderazgo a la dominación.

Este alejamiento continuado de la realidad viva de la gente ha provocado un divorcio con el país: del poder, a través de su encierro en la “Revolución” ―que ya tiene su propio pasado desde el que puede y debe ser juzgada―, y de los cubanos, mediante su encierro en el mundo privado. De ahí que todos hayamos perdido la visión de la nación a favor de pertenencias más seguras como la familia, y en el peor de los casos, el yo-egoista, y  perdido también la visión de Estado por su remate en ese tipo de Estado patrimonial que sirve de asiento a tres tipos de familias: las familias consanguíneas de los hermanos Castro,  —una dinastía sin cobertura divino-teológica pero con todos los derechos de gestión irresponsable—,  las familias guerreras de la Sierra Maestra encerradas en su burbuja guerrillera, y las familias políticas cooptadas que sobreviven como funcionarios sin un liderazgo socialmente construido.

Cuba: un país fallido

Como legado de la Revolución Cuba es, en consecuencia, un país fallido, sucesiva o simultáneamente rescatado por intereses foráneos que vuelven a encontrar aquí el espacio-enclave apropiado para el ejercicio de sus geoestrategias culturales, económicas, políticas y diplomáticas, no siempre en consonancia con nuestros intereses nacionales.

¿Por qué país fallido? Veamos.

El país político se rige por un estado segmentado en torno a varias familias naturales y políticas que mezclan poder económico, militar, político y simbólico con la toma de decisiones patrimoniales, alejados de los cubanos.

El país institucional se debilita a través de dos entidades, el partido comunista y la Asamblea del Poder Popular, que pierden su legitimación social por su incapacidad natural para expresar la multiplicidad de intereses, de voces culturales, ideológicas y políticas de los cubanos. El primero, el partido comunista, sigue reivindicado una superioridad y legitimidad auto otorgadas para poder ejercer el control sobre la diversidad de visiones del mundo, tradiciones culturales y opciones cívicas de la sociedad cubana; legitimando así, a través del Artículo 5 de la Constitución, el racismo institucional. La segunda, la Asamblea del Poder Popular, desconectó a los ciudadanos, ―para destruirlos como entidad―, de su derecho legítimo para la formación de la voluntad jurídica, aceptando la subordinación legal de la voluntad popular que dice representar, a la voluntad política e ideológica que se construye en otros espacios de poder.

El país económico refleja un estado que la palabra desastre no logra describir. Una estructura de propiedad sin consistencia, por su dependencia patrimonial y discrecional del Estado ―esto explica la crisis estructural de la agricultura y el daño estratégico a la seguridad alimentaria―; una planta productiva obsoleta; una estructura económica que no satisface ni las necesidades internas, ni la formación heredada de las capacidades humanas, ni desarrolla o aprovecha las ventajas comparativas del territorio, ni logra armonizarse con los cambios mundiales: tanto en los enfoques creativos, en los niveles tecnológicos, en la estructura de los mercados como en la formación de capital. La venta desesperada de servicios médicos y educativos al extranjero, ―en contradicción plena con los fundamentos ideológicos que los conformaron, y que los colocan en el circuito mundial del capitalismo―, no sirven estructuralmente para compensar las necesidades de una sociedad cada vez más improductiva. Si agregamos a esto el endeudamiento externo ―Cuba es el segundo país más endeudado del mundo después de Indonesia― la economía cubana podría declararse ahora mismo en bancarrota, si no hubieran venido en su rescate in-coordinado los capitalismos emergentes de Rusia, China y Venezuela, y las opciones abiertas por el capitalismo norteamericano.

El país laboral colapsa. Dependiente de una estructura económica y de propiedad que no favorecen la productividad ni la rentabilidad, el trabajo con el Estado no logra convertirse en una fuente de riquezas para la sociedad, ni en una condición para satisfacer la estructura de necesidades de las familias. No es un motivador social. Tanto el monto como la estructura salarial no cubren el precio de las mercancías en los “mercados” más dinámicos y estables de la sociedad cubana: el “mercado en divisas” y el “mercado negro”. Ni los “mercados” estatales ni la distribución racionada ofrecen estabilidad a la canasta básica de los cubanos. Los cubanos se ven obligados, por tanto, a buscar su economía dineraria fuera del Estado y a desarrollar su ética del trabajo fuera de la economía oficial. El enfoque del gobierno hacia el trabajo, un enfoque que reproduce también la mentalidad criolla, no concibe al trabajador en actividades autónomas e independientes que favorecen la libertad y movilidad horizontal del mercado laboral, y con ello la innovación, la rentabilidad y la riqueza, sino endosado a la burocracia y a los grandes conglomerados humanos, siempre improductivos, pero que garantizan un control extraeconómico sobre él, como en las antiguas haciendas españolas y criollas. La ética del trabajo del “gobierno” está más vinculada estructuralmente al gasto y derroche en proyectos simbólicos y suntuarios de valor político que a la productividad y capitalización para el ahorro. Por eso considera el trabajo como una obligación y un deber, donde el trabajo debería ser visto, en una época moderna, como motivación y responsabilidad: las únicas maneras de crear una ética laboral. Las salidas que el gobierno ha imaginado para responder a este colapso y hacerle frente a sus consecuencias económicas no pueden ser más contradictorias: la venta de trabajadores al exterior, creando artificialmente segmentos laborales privilegiados, y el castigo administrativo e ilegal a quienes se niegan a reproducir su pobreza y a reducir sus expectativas según le propone la oferta estatal del trabajo.

El país social se fragmenta. La latinoamericanización de Cuba en el ámbito social es ya un hecho indudable, con una particularidad: las disparidades sociales no provienen de una participación desigual en la riqueza creada o en el mercado laboral, sino de un acceso desigual a los espacios de privilegio en Cuba: las remesas, el turismo, el poder, algunos sectores de la cultura, algunos sectores del ámbito profesional o los mercados de riesgo como la prostitución, el mercado negro y otros. Es por eso que la fragmentación del país social relega a dos sectores distintos: la mayoría de los profesionales y la mayoría de los sectores más pobres y racialmente identificados que no tienen acceso a las zonas de privilegio. La precariedad de la vivienda y la fragmentación de las familias son un resultado social de estos desarrollos. La igualdad de acceso y los beneficios que los cubanos obtienen en sectores como la salud y la educación ya atraviesan esta fragmentación y sufren la invasión de la economía dineraria o de privilegios. Hay incluso zonas de escándalo en los servicios, fundamentalmente médicos, con clínicas a las que los cubanos no pueden acceder. Por otro lado, se produce una discriminación estructural para muchos cubanos porque no podrán contar jamás, en las actuales condiciones, con los recursos para satisfacer su bienestar social, ni su disfrute, por ejemplo, en el turismo. El desfase de Cuba en este sentido es peculiar y puede ser ilustrado por el hecho de que un médico en seis meses puede garantizar, si viaja a trabajar al exterior, lo que otro médico y profesor, que no viajan fuera del país, no han podido satisfacer nunca en su vida laboral y social. Otra muestra del desfase estructural de Cuba.

El país cultural se enriquece fuera del Estado y se empobrece desde el Estado. Lo primero viene siendo lo único que ofrece cohesión al país. La posibilidad de reconocimiento simbólico de todos los cubanos en sus creaciones autónomas y diversas permite la reproducción de la capacidad creativa y de zonas de disfrute consistentes con ciertos valores y ciertas tradiciones compartidas. Lo segundo fragmenta y debilita la cultura porque cierra opciones que el Estado entiende como manifestaciones críticas, y manipula y obstaculiza otras que no entran en el circuito del poder. Así hay una cantidad de propuestas culturales que no encuentra un ámbito cultural autónomo que amplifique su alcance nacional y muestre su riqueza. Este ámbito es fundamental porque de él depende la visibilidad de ese movimiento cultural global que se desarrolla también en Cuba, y que influiría más decididamente en el debate cívico y en la adecuación del ámbito político cubano a su diversidad cultural. Por otra parte, la excelencia de la cultura, en su dimensión estética, ha encontrado espacio oficial siempre que favorezca o no roce críticamente la estética del poder. Razón por la que ni siquiera toda la estética cubana puede ser disfrutada por la sociedad. El resultado es la diáspora cultural que daña la cultura cubana como consenso de valores y la cultura cubana en términos de valores. El retraso del país en la discusión sobre temas de raza, homosexualidad, feminismo, minorías, etc. es un ejemplo y un índice claro de la desactualización del debate sobre nuestros fundamentos culturales.

El país moral se debilita. En tres niveles distintos. La mentira de imagen y la mentira de supervivencia, ambas compartidas por el Estado y los ciudadanos indistintamente, divorcian el discurso social de su propia realidad e instauran la mentira estructural que sirve de base a la corrupción sistémica. La deshonestidad se ha instalado así como conducta social. Un segundo nivel es el de la desconexión entre los valores elegidos y la conducta propia, que desmoraliza al destruir los criterios de juicio que rigen la convivencia en sociedad. Y un tercer nivel es el de la disociación entre responsabilidades personales y sociales, y sus consecuencias. La desmoralización del país radica aquí en la imposibilidad de exigencia mutua entre individuos, y entre individuos y Estado, lo que permite entender los altos niveles de insensibilidad humana que inundan el país.

El país ético no existe. Disuelto el Estado ético, aquel es un asunto más difícil porque depende, por un lado, de la posibilidad de elegir entre alternativas diversas y, por otro, del respeto y el reconocimiento de la diferencia y en el diferente, partiendo de la tolerancia. Que Cuba no sea un país decente ha dependido mucho de que la ética como comunicación respetuosa entre diferentes y como incorporación de medios legítimos para alcanzar fines legítimos no son prácticas de la cultura cubana. En un nivel más crucial esta ausencia de ética se expresa en el conjunto de reglas tácitas y de consecuencias fundamentales que se relacionan con la palabra empeñada: una institución cultural que funda la confianza vital, permite la claridad en el espacio público y genera sociedades maduras.

El país ambiental muestra una paradoja. La obsolencia de Cuba como planta industrial ha permitido reducir los niveles de contaminación provenientes de la industria y de la explotación antiecológica del suelo. Pero se ha desarrollado un medio ambiente doméstico corrompido que provoca enfermedades y convierte a algunas ciudades medianas, como La Habana, en ciudades-basura que acumulan desechos y dañan la higiene ambiental y personal.

El país estético, vinculado con el país ambiental, muestra la decadencia revolucionaria. La arquitectura de Cuba se viste en ocasiones pero refleja no solo la pobreza de una concepción de ciudad, ―los repartos habitacionales construidos en toda Cuba están por debajo de la memoria arquitectónica y estética del país―, sino el declive productivo y constructivo que hemos sufrido. Excepción hecha de las vitrinas arquitectónicas, quizá la metáfora más viva del regreso cultural en materia estética sea la incompetencia del Estado para crear hábitats sostenibles, tanto desde el punto de vista estético como arquitectónico y ecológico.

El país hogar se pierde. Cuba no es vivible, esencialmente, para las generaciones nacidas a partir de los años 70 del siglo pasado. Este segmento poblacional es el que más emigra y el que muestra menor sentido de pertenencia al país. La identidad fundamental entre población, territorio y país se pierde a favor de nuevas identidades territoriales y de otras ciudadanías más sintonizadas con las exigencias económicas, sociales y culturales, y los ambientes de tolerancia que demanda una cultura desideologizada. Si algo pone en entredicho la legitimidad de la Revolución Cubana es su incapacidad para eliminar institucionalmente las ataduras forzadas que impiden la libertad de movimiento. La pregunta de legitimidad básica aquí es la siguiente: ¿cómo el soberano no es libre de moverse dentro y fuera de Cuba? A un nivel más fundamental, el sentido de pertenencia está destruido porque no hay vínculos serios de propiedad en Cuba entre la persona natural y jurídica, y el conjunto de bienes y servicios del país. La idea de que Cuba es un archipiélago-patrimonio de un grupo reducido de personas, no una isla, está incorporada en el saber y la conducta intuitivos de la mayoría de las generaciones de cubanos.

El país demográfico decrece. Los datos en este sentido son más visibles. Su consecuencia fundamental lo es menos. De continuar esta tendencia, Cuba se pierde como virtual enclave dinámico de productividad en un mundo que se globaliza velozmente, para convertirse en una sociedad rentista, pero sin la capitalización suficiente para sostener las exigencias geriátricas de una población que dura tanto como la de Noruega.

El país psicológico y mental se desajusta. El infantilismo ataca tanto al Estado como a los ciudadanos. Las actitudes maduras, que suponen una respuesta de nivel apropiado a la implicación y consecuencias de los actos, y una asimilación de la realidad como hecho, no como deseo, son difíciles de articular en Cuba. Como no se asume la responsabilidad como elección sino como mandato de estructuras impersonales, se ha producido un desquiciamiento psicológico entre las demandas de la acción y las capacidades para satisfacerla. Ello genera frustraciones que desmotivan y destruyen los resortes para el esfuerzo. En otro sentido, la insatisfacción de necesidades elementales y la moral prohibitiva estabilizan el desasosiego, la inseguridad y la baja autoestima; ya dañada por la discriminación, el rechazo y la ausencia de reconocimiento, tanto a las identidades y a los derechos como al ejercicio de la propia voz. Semejante inseguridad ante efectos impersonales e incontrolables, ― inseguridad edificada por demás sobre la represión del ejercicio público del criterio―, genera violencia en las actitudes y analfabetismo emocional para controlar el nivel de respuestas a los ataques de un medio adverso y muy violento. Los niveles de tensión, de psicofármacos y de alcohol que se consumen en el país reflejan la inadecuación psicológica a un ambiente que se niega a crear espacios ecológicos de reconstitución de la personalidad, según valores libremente escogidos. A diferencia de otras sociedades, el estrés de los cubanos tiene que ver con la acumulación de insatisfacciones y frustraciones, y con el desempeño obligado de papeles actorales como modo natural de existencia. Esta mascarada social explica el alto índice de complejos psicológicos y de desequilibrio mental que acusa el país.

El país educacional está en crisis. Más allá de la fatuidad de la propaganda, la desarticulación del proyecto educacional está mal disimulada por las fugas hacia delante de las autoridades y la cooperación que reciben para esta operación de organismos internacionales algo irresponsables. Niveles de conocimiento; materiales educativos; preparación profesional de maestros también en fuga, que han aumentado el déficit de maestros y profesores; condiciones en las escuelas; motivación estudiantil; honestidad evaluativa; burocratización del sistema e incomunicación de lenguajes entre padres, alumnos y profesores están entre los desajustes más visibles del sistema de educación, que no logran enmascararse bien con la universalización y gratuidad del acceso, tras el rotundo fracaso de la improvisación de maestros. Si a ello se agregan los déficits invisibles para la concepción educativa cubana, el problema tiene una gravedad extrema de cara a la educación futura. Tienen que ver estos déficits con la informatización global de la enseñanza que incluye el acceso a Internet; con la personalización del saber vinculada a la cantidad de información que una persona ya puede procesar por sí misma; con la orientación de la enseñanza para el aprendizaje de los instrumentos del conocimiento, y para captar información para la formación; con la participación y conexión de los alumnos a la ciencia; con el replanteo de las ciencias humanísticas, que son las ciencias del futuro debido a la orientación global hacia los valores; con el conocimiento de las ciencias psicológicas para el desarrollo de la inteligencia emocional; con el énfasis en la antropología para propiciar la interacción creativa con las culturas diferentes; y con la superación del modelo autoritario de enseñanza basado en la reproducción de héroes de guerra, que es contrario a la cultura de paz como fundamento del conocimiento creativo y de la convivencia en diversidad. Todo esto entre otras cuestiones que, dentro del espacio mismo de la escuela pública, abrirían las opciones para optar por tipos de enseñanza diversos.

El país sano hace crisis también. Las condiciones generales en hospitales y policlínicas y la carencia de medicinas son poco compensadas con la excelencia formativa y la ética de médicos y personal paramédico. El tema de la salud es sin embargo más complejo porque compromete otras cuestiones que tocan al Índice de Desarrollo Humano, y poco tienen que ver con la infraestructura médica. Salud mental, salud genética, salud nutricional, enfermedades de estrés y enfermedades epidemiológicas están más relacionadas con la economía, la ecología social y ambiental que con las capacidades médicas asistenciales. Aquellas aumentan en Cuba en medio de un declive de la medicina preventiva y de la atención primaria. Sin embargo un punto esencial toca a la sensibilidad del Estado con la asistencia médica. La solidaridad mal entendida es decir, la solidaridad como política de Estado, tiene más que ver con los intereses políticos que con la solidaridad misma. Que la solidaridad empieza por casa es algo más que un sentimiento egoísta, es la prueba de que en materia de solidaridad el ser humano es visto desde la propia cercanía como autentificación del desprendimiento ante los demás. El Estado cubano ha roto este concepto y privilegiado sus necesidades de imagen política y de dividendos económicos, en detrimento de la solución de problemas de salud dentro del país y de la imagen con los cubanos. Instaurar dos sistemas de salud dentro del país y privilegiar a los extranjeros sobre los nacionales ha destruido el concepto universal y gratuito sobre el que se fundó el sistema de salud cubano.

El país externo se descentra y opera como pieza de un tablero geoestratégico que lo supera. Asegurado el país militarmente, las autoridades pierden la perspectiva de que en el siglo XXI, como coinciden en señalar muchos analistas, el lugar de un país en la escena mundial depende más de la velocidad del módem que de la velocidad y alcance del misil. Superadas las guerras por el establecimiento de un orden compartido de valores, la cuestión para Cuba depende de su inserción en un orden nuevo. Ese orden implica el apego a las reglas que rigen los organismos internacionales, a la capacidad para respetar compromisos asumidos, a la participación plena en los resortes que estructuran a los bloques regionales, al privilegio de relaciones políticas de Estado, no basadas en la ideología; al vínculo estratégico con actores estratégicos y responsables, a la apertura a los bloques naturales, a la inserción económica que potencie las ventajas comparativas y a la apertura de fronteras al libre movimiento ciudadano. El gobierno cubano ha optado sin embargo por estrechar su repertorio internacional, por privilegiar actores poco responsables y culturalmente incompatibles, por el cierre de fronteras a los valores y por situar al país como esfera de influencia de potencias extranjeras, que se mueven con velocidad para satisfacer exclusivos intereses nacionales. Es lo que se llama una indefensión activa que debilita una definición de Estado en la política internacional, y que el gobierno aplica inútilmente en el campo de las comunicaciones. La movida más seria y de perspectiva tiene que ver con el Grupo de Río, pero esta es una movida internacional colocada en el haber de Brasil, un actor al que hay que mirar con cautela, y en el débito de la parálisis internacional del gobierno cubano, más interesado en defender un orden mundial cómodo, pero superado, que en activar un lugar político en un mundo globalizado que condena a la irrelevancia a quienes hablan de autarquía, guerra y confrontación. Ni China, ni Rusia, ni Venezuela son actores estratégicos estables para Cuba. El desajuste previsible en la variable norteamericana a partir de 2009, que nos asegura un ejercicio de poder blando, un conflicto intelectual y una apuesta cultural, estaría obligando con más urgencia a redefinir la política exterior del país.

El país marginal se retroalimenta. Desde las periferias incrementadas a la prisión, la marginalidad en Cuba aumenta, sin circular por los centros sociales más dinámicos del país. Eso indica una fractura clave porque la marginalidad circula desde el mercado negro, a los centros penales, pasando por el andamiaje jurídico y con el ejercicio de una violencia periférica que es invisible para los medios de comunicación oficiales, y acallada por la información que ofrece el poder. Zonas no incorporadas que recrean su propia cultura y son vistas como extrañas en los centros de poder y por las clases aristocráticas de la sociedad. Esta marginalidad reproduce en muchos casos el racismo y no encuentra espacio para el reciclaje social por la pobre oferta laboral del Estado. Es claro que han crecido la marginalidad criminal y la marginalidad social, que no necesariamente se solapan. Esta última aumenta por la disminución de las ofertas atractivas del Estado y se reproduce con velocidad en aquellos sectores que no encuentran salidas sociales, ni a través de la educación, ni a través del trabajo mal remunerado. Las políticas coercitivas y punitivas del gobierno solo incrementan el problema porque lo trasladan de lugar, sin crear las condiciones estables que las debiliten.

El país comunicacional se diversifica y personaliza, pero al mismo tiempo no encuentra contrapartidas serias que la potencien en el sector público. Los medios de comunicación oficiales siguen paralizados en el tipo de comunicación de tiempos de la Guerra Fría, cuando la información se centraba fundamentalmente en la propaganda. Frente a la Internet y a la multiplicidad de soportes informativos personalizados, los medios oficiales en Cuba siguen apostando a la estupidización de los receptores, como si estos no tuvieran la posibilidad de información alternativa. Aunque esta última no sea sistemática y esté desigualmente distribuida por el país, la capacidad de contraste informativo aumenta para los cubanos y cuestiona la credibilidad informativa del Estado. El hecho de que Cuba sea uno de los países con menos acceso a Internet por habitante en el mundo, no significa falta de información sino opacidad informativa. La indefensión activa del Estado se ve con más claridad en el ámbito de las comunicaciones.

El país legal no se vertebra. Cuba no es un estado de derecho, en ninguno de los dos sentidos más comunes. En el primer sentido, las decisiones administrativas del Estado a todos los niveles posibles no responden fundamentalmente a la Constitución, ni al cuerpo de leyes complementarias. La cantidad de decretos, en un país donde no existe codificación de la ley, contradice en no pocas ocasiones el cuerpo legal y niega determinaciones jurídicas establecidas. La decretización de la conducta del Estado y de sus órganos administrativos ha generado una cultura de burla jurídica del estatuto fundamental del país, y fortalecido la cultura de ordeno y mando nacida en el campo político. Como existe una fuente de derecho por encima de la Asamblea del Poder Popular, muchas de las decisiones políticas del Estado no se detienen en los límites de la ley, creando, desde la legitimidad del poder político, un conjunto de actos precedentes, lo que podríamos llamar nuestro derecho consuetudinario, que sirven de base a conductas y decisiones administrativas posteriores en todos los niveles. Esto genera y fortalece otras actitudes: la de “crear derecho” para regular actos que no están previstos ni en la ley, ni en la Constitución. Esto es más visible cuando se tratan de considerar como delitos actos y actitudes que no convienen al Estado, o cuando se trata de regular, para disuadir, derechos que asisten a los cubanos, como en los hoteles y centros turísticos. En el otro sentido, Cuba no es un estado de derecho porque la ley no está concebida para proteger al individuo, sino para proteger al Estado. Esta inversión del fundamento se resiste a adecuar la legislación cubana a los derechos humanos y a otorgar capacidades al individuo para defenderse del Estado.

El país sociológico combina y confunde la estructura de clases de una sociedad fundada en el privilegio, con la estructura de clases de una sociedad moderna, fundada en la capacidad y el mérito. A ellas se agregan los segmentos sociológicos propios de una sociedad posmoderna, que se abren paso en medio de las contradicciones de un modelo político arcaico, situado muy por debajo de la fluidez cultural de la sociedad cubana. Estamentos privilegiados y “naturales” a los que se accede por designación del poder, como los altos niveles del partido comunista, de decisión del Estado o de instituciones ligadas al poder en el mundo cultural; sectores obreros tradicionales que, dada la transición de la estructura económica cubana, son los más débiles en la cadena social; la meritrocacia, fundada en la capacidad y la inteligencia, y que, junto a los sectores emergentes que obtienen beneficios externos por decisión del Estado, forman la baja clase media del país. A ellos hay que sumar los sectores perdedores que conforman la marginalidad social, más los sectores profesionales sacados del circuito porque no ofrecen réditos al Estado. Finalmente, los grupos o sectores de identidad que nacen como ámbitos culturales, raciales, sociales y estéticos, y que viven desconectados de las dinámicas políticas del Estado.

El país integrado se resiente. A las fracturas que surgen a partir de la participación en el bienestar, se agregan las que se fundan en la diferencia racial y cultural y en la incomunicación con los grupos de identidad. Ya no solo tenemos la fractura entre sectores privilegiados y no privilegiados, sino las que se crean entre la población extranjera, flotante y no flotante, y la mayoría de la población cubana. Esta fractura se estabiliza en la medida en que el turismo y la inversión extranjera se convierten en partes sustanciales de la estructura económica y estabilizan la discriminación estructural de los cubanos.

El país simbólico se desintegra. Amplios sectores sociales, sobre todo jóvenes, no se reconocen en los símbolos tradicionales de identidad de la nación. El rechazo al modelo político que, con poca inteligencia estratégica y más ambición de poder, intentó identificarse con la nación, ha conllevado a un rechazo de los símbolos más importantes de empatía política entre cubanos. La pedagogía mecánica de las escuelas no logra evitar la ignorancia sobre el pasado, sobre los orígenes y sobre los significados simbólicos de la identidad cultural y política. Hoy hay un vaciamiento de sentidos porque los jóvenes no logran conectar sus pertenencias sociales y su destino propio con la interpretación forzada de la historia. Por su parte, la identificación forzosa de iconos globales con nuestra identidad nacional no ha ayudado a fortalecer las identidades. El debilitamiento simbólico es una consecuencia inevitable que viene a expresarse en dos silencios: el silencio social y el silencio del Estado ante el uso de la bandera cubana como trasfondo de esa iconografía global. La fusión entre la bandera nacional y la imagen de Ernesto Guevara es un contra-símbolo nacional que ataca en profundidad la identidad propiamente cubana. Y esto es algo que ninguna nación permite con sus símbolos, y un  acto de irrespeto que es necesario denunciar y reparar con un nuevo pacto simbólico.

El país del conocimiento se retrasa. A la velocidad que se mueve el saber global, Cuba puede quedar estancada y desconectada de los próximos desarrollos tecnológicos y humanísticos. El franco deterioro de la investigación ―excepto en biotecnología―, el pobre desenvolvimiento en las comunicaciones y la escasa circulación de ideas y proyectos amenaza con sacar a una sociedad inteligente como la cubana de los circuitos mundiales, en una época en la que el desarrollo acelerado de los servicios ha puesto en primer plano la sociedad del conocimiento y la economía de la mente. Es alarmante cómo estamos de espalda a la transformación mundial tanto en las ciencias del conocimiento como en las ciencias humanísticas o en los estudios éticos, culturales y antropológicos. Una sociedad fascinada con el saber, todavía sigue trabajando con categorías superadas por la evolución misma del saber, y por el desarrollo de ciencias como la cibernética y la informática, que han derrumbado los viejos edificios del pensamiento que aún constituyen referencias en nuestras universidades e institutos. Cuando sabemos que en sociedades como la haitiana el saber simbólico y estético comienza a formar parte de la vida social, económica y de la estructuración política, podemos tener una idea del no-lugar al que se dirige Cuba en materia de conocimiento.

Finalmente, el país global se aleja. Desconectado de las redes mundiales de comunicación, alejado de la evolución del conocimiento, que es necesariamente acumulativo; reacio a una integración económica seria con el mundo; marginado de las corrientes de pensamiento más interesantes; negado a integrarse a las reglas básicas del derecho internacional, que se mueven aceleradamente a proteger la persona humana, el gobierno cubano se desentiende de las nuevas órbitas mundiales que se mueven con la velocidad del módem. En una época global, constituye una ilusión pensar que la conexión de un país depende, exclusiva y básicamente, de las relaciones diplomáticas entre Estados como en época pasadas. El país global se aleja porque el gobierno no comprende que en el siglo XXI las relaciones diplomáticas solo garantizan la paz entre las naciones y un intercambio cautivo, pero no garantizan la fluidez de ese intercambio ni la integración, que dependen hoy cada vez más de actores no estatales. Esto pone en juego otros factores y circunstancias conectadas con la necesaria liberalización de la sociedad. Cuba sigue jugando con la imagen de que puede ofrecer algo al mundo del pasado pero, ¿tiene algo que ofrecerle al mundo del futuro?

Llegados aquí  podemos entender que un país en crisis exige un reajuste de enfoques y una definición del rumbo. Pero un país fallido necesita un reajuste de enfoques, una definición del rumbo y forjar las bases de un nuevo contrato.

No es una exageración, ni debería ser una satisfacción, afirmar que la Revolución Cubana nos lega ese país fallido. Cuando una nación se acerca al punto de no poder generar internamente las capacidades mínimas para poner en marcha la vida de sus sectores y dimensiones básicos, estamos frente a un país fallido. Un país fallido no encuentra, en ninguno de sus ámbitos, los recursos que necesitaría transferir para satisfacer las dinámicas económicas y sociales fundamentales, que garanticen la viabilidad de su modelo y de su proyecto, ni está en condiciones, por consiguiente, de garantizar la coherencia dinámica dentro de esos ámbitos: todos demuestran gruesas fallas en su funcionamiento interno.

Desde luego Cuba es un país fallido, no un Estado fallido según los criterios tradicionales. Claro, si a esos criterios agregáramos el del control poblacional, Cuba puede empezar a considerarse ya un Estado fallido del mismo modo que lo fue, en 12 horas, el Estado de la antigua Alemania Oriental. Como en este, el gobierno cubano solo garantiza el control sobre la población por su cerrada política de fronteras y ante las compuertas de la realpolitk que regulan la entrada de los cubanos según los requerimientos de cada país receptor. No obstante, al presente ritmo de salidas al exterior y de segunda nacionalidad in shore, la implosión poblacional y de identidades en Cuba crecerá geométricamente. El gobierno cubano se ha beneficiado, no obstante, de una operación de rescate internacional con pocos precedentes para Estados que no han sufrido una guerra. Si los capitalismos más o menos solventes de Venezuela, China, Rusia y los Estados Unidos no hubieran venido en asistencia del gobierno ―por sus consideraciones, intereses y estrategias específicos―, estaríamos al mismo tiempo frente al caso de un país, una nación y un Estado fallidos.

En el caso de Cuba, la situación tiene urgencias analíticas porque se ha roto la tradición histórica de capacidad cultural para remontar los desafíos de inflexión en el país. Pocas veces en nuestra historia se ha visto tan poca imaginación en tiempos de cambio; y si sabemos que, hoy por hoy, desde cualquiera de nuestros ámbitos se pueden generar y transferir recursos para dejar atrás la permanente retroalimentación de los esquemas de pobreza y la disfuncionalidad social y económica, es definitiva la necesidad de impulsar un nuevo contrato para un nuevo país con nuevos ejes de legitimidad. El debate pasa inevitablemente por el modelo de convivencia, no solo por el sistema político. Para lo que hay que dejar atrás el castrismo antropológico, una vez agotado el castrismo político y sociológico.

El castrismo cultural

Y claro, esto merece un análisis último del castrismo cultural. El castrismo cultural lo defino como la matriz de  rasgos de comportamiento, mentalidad, visión y estilos de vida que, conectados con su origen en la Galicia rural, entra como uno de los torrentes formativos de la nacionalidad cubana, se reestructura con elementos de la tradición hispánica medieval y se petrifica, sin fluir, en medio del proceso mismo de formación de nuestra nacionalidad.

La historiografía cubana es vasta en todos los campos tradicionales del quehacer y pensar históricos. Sus debilidades están centradas, sin embargo, en la historia social, en la historia de las mentalidades y en los estudios culturales.  Esto no es casual.  Dado el peso que tuvo en Cuba la tradición estatista en el flujo social y cultural, a diferencia de otros lugares, la nación y la nacionalidad han sido miradas siempre desde los puntos de vista de la guerra, la política y el Estado. También desde la economía. No obstante, la idea de que sin azúcar no hay país refleja más bien la visión de una clase que sabía que su poder de inserción mundial dependía de la economía, que la de una visión y una conciencia de lo que podía ser la nación.

Esta se intenta construir desde la política y desde el Estado, a ratos desde la estética poética, en contraposición estructural con el país de la economía. Pero el elemento fundamental desde el cual se estructura una nación: el elemento cultural, nunca ha sido objeto de análisis de rango. En ese sentido la historiografía cubana ha seguido el curso de la narrativa del poder y no se ha proyectado a una imaginación estratégica sobre la nación. Algo que no puede hacerse descontando los valores culturales. Como se sabe hoy con mayor claridad, y como lo demuestra la existencia misma del castrismo, la cultura es lo que importa en términos de qué pautas estructuran una sociedad.

Sin embargo, si es cierto que sin economía no hay país, es más exacto todavía el axioma de que sin cultura compartida no hay nación. Entendiendo, claro está, que país y nación no son la misma cosa. Y el castrismo cultural es exactamente la hegemonía de uno de los torrentes culturales de la nación, no precisamente el más actualizado ni dinámico, pero sí el más agresivo, sobre el resto de los torrentes o componentes que venían dando entidad a la nacionalidad cultural de Cuba. Diría más: el castrismo cultural estaba a punto de diluirse justo en el momento en el que logra detener ese difícil proceso de conformación de la Cuba cultural. La síntesis de ese proceso en el ámbito literario la expresaba muy bien Virgilio Piñera. Pero el triunfo del castrismo cultural tiene su correlato, a pesar de las contradicciones, en el triunfo de otro movimiento literario: el origenismo ―con su preeminencia católica―,  en la versión “revolucionaria” de Cintio Vitier.

En la década del 50 del siglo pasado, cuando este proceso de la nación cultural está a punto de cuajar, e incluso cuando ya la burguesía cubana se da cuenta que es importante ser nacionalista, aparece con fuerza hegemónica el castrismo cultural: la versión menos cubana de la hispanidad gallega.

De hecho y en rigor antropológico, el castrismo no es cubano. Quien lee detenidamente el libro Todo el tiempo de los cedros, esa mezcla de hagiografía y patrística sobre Fidel Castro escrita por la periodista cubana Katiuska Blanco, tendrá la excelente ocasión de analizar un típico texto de antropología involuntaria. Lancara, la unidad territorial de la Galicia interior que da inicio a la saga, está más cercana a ciertos espacios de Birán en el oriente cubano, de lo que podría estar Birán de Santiago de Cuba en términos culturales.

Ciertamente haber nacido en Cuba en la década del 20 del siglo pasado, y haberse formado en los contextos culturales propios de los años 30 y 40 no garantiza la nacionalidad cubana entendida como cultura. Sin duda alguna se es francés o alemán si se nace en la misma época en los respectivos países, pero no se es cubano necesariamente si se nace en Cuba en 1926.  El flujo de inmigración a Cuba de la época retarda el proceso endógeno de cimentación cultural y pasma abruptamente el ajiaco del que mucho escribió el etnólogo cubano Fernando Ortiz.

De modo que el castrismo cultural triunfa en 1959 y tiene que hacerlo de manera hegemónica y arrolladora para sobrevivir. Y su hegemonía provoca un desplazamiento histórico sin precedentes en el núcleo cultural diverso sobre el que Cuba viene conformando trabajosamente su nacionalidad.

¿Cuáles son los rasgos del castrismo cultural? Sin orden de importancia voy a resumir los que me parecen fundamentales, en contraste con el proceso de formación de la nación cubana. Estos rasgos, algunos simbólicos, otros estructurales, merecen un estudio más exhaustivo. De modo que lo que aquí expondré debe pasar por el tamiz de un mayor rigor sociológico, antropológico y de teoría de los símbolos.

Empiezo por la concepción burocrático-militar del Estado y su concepto y conducta marciales. Esto es típicamente hispánico y se conecta con la idea de imperio y dominio que el castrismo cultural introduce en la idea y realidad de Cuba. Los orígenes guerreros del modelo, contrario a los orígenes cívicos del proyecto de nación, para el cual la guerra es una imposición de la realidad, no parte del rito fundacional, facilitan este desarrollo. Pero la cultura política cubana tiende, por su origen fundacional y su permanente definición contra la España imperial, al republicanismo, al ciudadano y a lo cívico. El militarismo es una consecuencia de la prolongada guerra por la independencia, pero no entra en la concepción de ninguno de los que idearon la noción de una Cuba que rompe su cordón umbilical. La facilidad con la que se disuelve el ejército en 1901 es algo más que una ingenuidad política: da la medida exacta de que el modelo burocrático-militar es ajeno al proyecto de nación, aunque no extraño en Cuba.

Otro rasgo es el de la visión rentista del Estado y de la sociedad. Desde Félix Varela hasta 1959, la crítica esencial a los sectores pudientes en Cuba tiene que ver con su afán productivista y economicista. La mentalidad misma de que sin azúcar no hay país es un reflejo de que Cuba estaba siendo pensada y concebida como una unidad económica de primer orden, lo que se alimenta de, y determina los rasgos pragmáticos de la cultura, la flexibilidad como paradigma del comportamiento, el sentido de independencia social y la capacidad de contraste con su propia realidad  —la corrupción en Cuba hoy tiene mucho que ver con la tensión entre la estructura represiva del Estado y esa planta flexible del modelo cultural. El hecho de parasitar unidades económicas externas, —la ex Unión Soviética, China, Venezuela, los Estados Unidos, etc.—  tal como hizo la España imperial con sus colonias, fomentando así una mentalidad insegura y dependiente, es también ajena al núcleo cultural de Cuba.

Un tercer rasgo es el de la estrechez en la visión del mundo. En esto tiene mucho que ver la educación jesuítica de la época, una educación de elite y desconectada de la diversidad de componentes de la Cuba cultural, pero más con la estrechez de mundo del espacio rural infinito y sin confines claros. Se ha dicho y se dice que el castrismo es intolerante. Puede ser verdad como frase tópica, pero bien visto, estamos frente a algo anterior a la naturaleza de la intolerancia. La intolerancia aparece cuando se convive con otros mundos que no admitimos, no se asimilan y se rechazan. En cierto sentido el intolerante sabe que aquellos existen pero no los reconoce. Pero, el castrismo cultural es la creencia de que no existen esos otros mundos porque no los concibe. Esto es algo más primario y de algún modo peor que la intolerancia. Condiciona por tanto la actitud de negación de otros horizontes como corresponde a sus orígenes típicamente rurales. Y esto explica muy bien la violencia administrativa, pública y racionalizada que el castrismo cultural despliega contra las ideas pacíficamente expresadas. Ya esto no es cubano. En la Cuba cultural la pluralidad de ideas puede generar intolerancia, distanciamiento y choteo pero no visión estrecha del mundo.

El cuarto de los rasgos es el antinacionalismo. Dicho a estas alturas resultará  escandaloso pero el castrismo es antinorteamericanismo, no nacionalismo. En este sentido es muy cierto que en alguna medida Fidel Castro Ruz es el último español decimonónico de la Cuba cultural y política, pasado por la escuela jesuita, la de la Civilta Cattolica, que enseñaba que los hombres elegidos despliegan su misión en el mundo, no atados a valores estrictamente nacionales.

Como el último español, Fidel Castro niega a José Martí en dos puntos esenciales: el republicanismo cívico y el rechazo a los militares. Lo aprovecha bien, no obstante, y exagerándolo, en la vena crítica de Martí hacia el expansionismo norteamericano y en la apropiación romántica que este último hace del concepto total y abstracto de humanidad como plataforma para la acción política. Hasta aquí. La conclusión lógica de todo nacionalismo, la que le da contenido positivo una vez que se define frente a potencias externas, nada tiene que ver con el castrismo cultural. Y esta conclusión lógica es la exaltación y defensa de los nacionales, independientemente de sus diferencias, por encima de cualquier otro sujeto externo. Los nacionalismos tienen algo de mala literatura justamente porque ponen la propia etnia por encima de otras etnias políticas. Todo nacionalista auténtico se acerca para decirnos: yo y lo mío primeros.

El castrismo cultural es la corrección disminuida de cualquier vena nacionalista por defecto. No equilibra el nacionalismo a través del concepto total de humanidad, en cuyo caso extranjeros y cubanos seríamos iguales en Cuba y frente al poder, sino que desciende lo cubano y a los cubanos a una escala inferior, gestionando la nación en tres direcciones: la de dominio sobre los seres humanos posibles: los cubanos, la de imperio desde el centro territorial posible: Cuba, y la de imagen “perfecta” frente a toda la humanidad. Esta última dirección explica por qué el castrismo se desvive por satisfacer a los extranjeros en detrimento de los cubanos y por qué priva a los nacionales hasta de lo más elemental para preservar su imagen y compromiso con los de afuera.  Y es verdad que muchos cubanos se sienten a gusto con esta distorsión. Pero el nacionalista no hace esperar a los suyos, por el contrario, siempre hace esperar a los demás, y en los peores casos les hace sufrir para contentar a su propia gente.

El nacionalismo nunca permitiría entender, entre otras cosas, los misiles rusos, el tipo de gestión a la crisis de estos misiles en 1962, las tempranas guerrillas en América Latina, Asia, Medio Oriente y África, las campañas militares en este último continente, la pleitesía rendida a otro país en la primera versión de la Carta Magna (1976), el turismo para extranjeros, las dos monedas, la gestión capitalista externa que conforma y estructura una clase media alta residente, formada solo por extranjeros; los dos sistemas de salud y de educación; las donaciones, de lo que se recibe precisamente como donación, a los ciudadanos de otros países en detrimento de los suyos; la tolerancia del uso de la bandera para acompañar otros símbolos que nada tienen que ver con la formación de la nacionalidad, como es el caso de Ernesto Guevara de la Serna, o para satisfacer las banalidades aparentemente iconoclastas del reguetón; mucho menos la idea-traición en marcha de unir Cuba a un proceso político externo, representado esta vez por el chavismo. Tampoco, la preeminencia de la voz de los extranjeros por encima de la voz de los nacionales. Ahora bien, esto sí se puede entender desde los dos conceptos básicos que estructuran el castrismo cultural: el dominio y el imperio. El hecho de que la estructura burocrático-militar cubana esté copando las instancias de poder en Venezuela es un ejemplo claro de esta vieja idea de imperio que no descansa.

El antinorteamericanismo, que les ha parecido a muchos un nacionalismo, corresponde a esta doble lógica cultural: el odio imperial a los Estados Unidos, heredado de la vieja España, y la actualización del concepto de imperio desde la última de sus colonias: Cuba. La conexión cultural es indiscutible y permite entender lo que de otro modo parecería ridículo: Cuba estableciendo un pulso mundial con los Estados Unidos en otras tierras del mundo. Esto no tiene ni tradición ni antecedentes en el proyecto de Cuba como nación.  Sí en la España del imperio.

Ello tiene que ver con un quinto rasgo: la libertad aristocrática y su origen rural. Esta libertad aristocrática explica y une a Hernán Cortés con el castrismo. Y lleva a la aventura, al gozo único y excéntrico, a la ruptura de los límites, a la fundación de imperios que no se pueden sostener, que en el fondo no sirven para nada y que, en el caso de Cuba, no se conectan con la dimensión de los cubanos políticamente poco expansivos. Cuando digo aristocracia rural no lo asocio con campesino. La aristocracia rural tiene que ver con la hacienda en medio del espacio vacío, la imaginación destructiva, la productividad de los otros y la frontera difusa. El campesino es el hombre rural atrapado por su propia productividad, la imaginación simpática, las fronteras y la comunidad. Otra vida, otras costumbres. Y de la aventura aristocrática a la dominación solo hay un paso: el de lanzarse para alcanzar el dominio. Esto pertenecía a la España imperial, no a Cuba.  Cuba se funda a partir de la libertad republicana, que es la libertad cívica de los iguales. Y la libertad aristocrática tiende a despreciar esa libertad de los iguales porque necesita súbditos y guerreros leales. De ahí su militarización natural.

¿Por qué entonces el castrismo es mirado como un nacionalismo? Porque contra los Estados Unidos todo gesto parece auténtico. Y el patriotismo tal y como se ha vivido en los últimos 50 años luce auténtico, denso y coherente por su dimensión puramente teatral. Un teatro patriótico con víctimas reales pero que no expresa los peligros ciertos de pérdida de la patria-nación. Por una razón de época: el imperialismo moderno representado por los Estados Unidos no necesita construir territorios coloniales como sí requirieron los viejos imperios construidos en la época medieval. Son estos los que dan sentido a los conceptos patrióticos. Al imperialismo moderno le estorban los territorios ajenos. ¿Por qué se entrega Cuba en 1902?

La teatralidad patriótica, sentida con más entusiasmo por los lunetarios que por los guionistas, enmascara y explica la incompatibilidad de un nacionalismo vivido desde sus propios fundamentos con el acelerado proceso de desnacionalización que se observa por doquier, debilitando los sentidos de pertenencia, la base cultural de los valores, y festejando, casi, la pérdida total de Cuba como unidad económica. Un sentido de grandeza nacional, no de gloria personal, está detrás de cualquier nacionalismo. Curioso e irónico. La autenticidad de Cuba, en términos de valores y fundamentos, aparece en el acelerado rescate del patrimonio múltiple de su cultura estética: es decir, la que no es creada por el castrismo cultural. Una auténtica obra de recuperación que se detiene en las fachadas arquitectónicas, la música y alguna literatura.

Sexto rasgo. La estética del poder asociada a la libertad aristocrática. En una república, el poder se viste con las mismas prendas. La distinción existe, pero pasa por una combinación entre el estilo propio, el garbo personal y el tejido. La distinción nunca depende del tipo de vestimenta. Lo raro impresiona y atrae. Exotiza  la mirada y fascina, incluso, a los contrarios, pero sigue siendo raro. En una república moderna la corbata y el traje, la guayabera y el sombrero jipijapa, o a lo sumo la soltura del traje sin corbata, la camisa con mangas al codo o las camisas Mandela son los índices de la libertad de los iguales y de la democratización del poder a través de la estética. En este rango, todos los juegos del vestir son posibles. Pero no el único traje, sea el militar o la sotana. Esta distinción calculada solo se puede hacer desde la proyección de dominio sobre los otros que no pueden acceder a mi estética. Ni que decir que en materia de estética del poder esto fue bastante efectivo en tanto se aleja de la cultura cubana.

Y la estética aristocrática del poder posibilita otros rasgos del castrismo cultural. El séptimo de los cuales asocio con la cultura oral. La palabra está estrechamente conectada con el poder. La retórica es una realidad sin la cual no se explica el ascenso y la caída de gobiernos y líderes. Pero lo oral como poder es distinto a la retórica. Lo oral significa la repetición sempiterna y cíclica de motivos, oraciones, términos y tópicos para explicar y justificar el propio lugar en el orden de la sociedad. Por eso la tradición oral, que se parece a la retórica, es parte del mito — ¿y no es la Revolución Cubana un mito? — sin conexión necesaria con la realidad.  Por inscribirse en la tradición oral de las historias míticas, el castrismo cultural no puede culminar en una doctrina. ¿Por qué no hay un texto fundamental escrito desde el castrismo cultural con toda su pretensión fundadora?  La Historia me absolverá no es más que una potente denuncia circunstancial sin fundamento ni apertura doctrinal. Medio siglo después falta el opúsculo que atesore el legado intelectual del castrismo y en el cual puedan beber los seguidores milenarios. Pero claro. La palabra como tradición oral hace imposible el texto doctrinal. Este, que limita la acción, codifica el pensamiento y permite el contraste de los discursos, solo nace de la palabra razonada que es la propia de la buena retórica: la exposición elegante de una lógica cadena argumental. El ejercicio de la palabra razonada puede culminar casi siempre en una buena doctrina escrita para quien hace de la retórica el sustento de su poder. El castrismo cultural sigue siendo aristocrático hasta cuando usa la palabra. Y no exactamente por los modales.

De aquí  un octavo rasgo: el control por encantamiento para destruir al ciudadano. ¿En qué termina este?  En el súbdito. La cultura política en Cuba persuade y convence, y en sus extremos más detestables se hace politiquera es decir, promete demagógicamente para manipular e incumplir. Pero al encantar por la palabra destruye esa dimensión cívica de la república donde el ciudadano confronta, es persuadido o convencido, para atarlo entonces, súbditamente, a las determinaciones del poder. Y encantado, el súbdito actualiza el viva Fernando VII en el viva Fidel.

Cuba regresa así al siglo XIX para destruir las estructuras de la política moderna y reproducir el esquema medieval de soberano y vasallo.  Es interesante ver cómo el regreso al modelo antropológico medieval de la política determina la sociología política de la segunda mitad del siglo XX hasta la actualidad. La relación directa entre el hombre divinizado y el “pueblo”; la transferencia de la culpa hacia la burocracia intermedia por las consecuencias indeseadas en la gestión pública  ―lo que disuelve la responsabilidad del poder y fortalece indirecta e involuntariamente la fusión entre soberanía y propiedad sobre la nación de una persona―; la conversión del derecho en concesión y de la exigencia en queja son todas ellas consecuencias estructurales de la disolución de la política moderna por efecto del castrismo cultural. Hiela escuchar diariamente la frase simbolizada en la mentalidad del súbdito cubano en desesperación: “esto Fidel no lo sabe”.  Nada distinto al “Rey no lo sabe” del siglo XIX.

Esta legitimación  desde-abajo-de-la-nación-como-propiedad-del-de-arriba tendrá una consecuencia para Cuba peor que para la España del imperio. Los súbditos de la España imperial podían exclamar: Viva el Rey, Muera Fernando VII en época de mucho malestar, sin que la exclamación implicara simbólica y mentalmente la disolución del reino. Ello porque Fernando VII no encarnaba su eternidad, solo constituía su venerable representación temporal. En Cuba, donde nación y persona se confunden encarnizadamente sería imposible clamar por la vida y la muerte de Fidel Castro al mismo tiempo: la nación, entendida como control “dinástico” de la soberanía, sigue con él o termina con él. Por lo que se hace necesario remontar la nación a sus propios orígenes, cosa perfectamente posible, para establecer un continuo en nuestro proyecto de nación. De paso, nos libraríamos de otra consecuencia del castrismo cultural: la de asociar el éxito o fracaso de un proyecto a la vida o muerte, real o simbólica, de alguna persona o entidad social.

Y ese súbdito en el que se convirtió al cubano no forma parte de la masa. Los fenómenos de masa en Cuba responden a los espacios de la cultura, no a la política: la mayoría escuchando la misma música, utilizando las mismas modas y reproduciendo el mismo lenguaje estandarizados. La asociación entre política y masa en Cuba habría existido si el partido comunista hubiera logrado estandarizar su control simbólico e ideológico sobre el resto de los cubanos ―una ambición histórica bloqueada precisamente por el caudillo, justo cuando más cerca y en mejor posición estaba aquel para concretarla.

De este modo la masa, que según el filósofo español Fernando Savater debería ser asunto de la física o de la panadería, respondería a criterios impersonales como corresponde a la naturaleza de las masas en cualquiera de sus sentidos, incluyendo el cultural y el político. Pero esto es un fenómeno propio de la modernidad política de la que Cuba fue desconectada. Al regresar al siglo XIX retornamos, si se quiere, a una categoría más auténtica: la de pueblo, pero en su acepción aristocráticamente peyorativa: la de plebe. Una plebe que se muestra típicamente a través de tres de sus elementos más naturales: la identificación encarnada con la figura emblemática del poder (distinto de la identidad con el carisma), la legitimación pública del lenguaje vulgar y la legitimación natural de que los de arriba deben comer mejor y distinto. Las masas políticas de la modernidad no se ajustan a ninguna de estas tres características.

El tipo, el concepto y la concepción de la familia es el noveno de los rasgos que diferencian al castrismo cultural de la identidad que iba cuajando en Cuba. La familia extendida, casi ampliada, que aleja a determinada generación de hijos del centro aglutinador a favor del mayorazgo (del hijo mayor), se distingue claramente del tipo de familia nuclear afectiva que surge tanto del barracón, como de la comunidad campesina y de las ciudades aburguesadas, de clase media y obreras que se edifican en Cuba.

En la familia rural extendida lo útil sustituye a los afectos, mientras que el mayorazgo garantiza la reproducción permanente de los viejos patrones patriarcales. La familia nuclear afectiva funciona con otros criterios: el afecto va sustituyendo a lo útil ―la transición que en este sentido se va produciendo en la familia campesina, humanizándola, es clara― y la familia se abre al futuro de los hijos, en muchos casos diseñado por los padres pero con entera responsabilidad, casi siempre, por parte de los mismos hijos.

Las consecuencias de cada uno de los tipos y concepciones son evidentes y marcan un retorno cultural impresionante. Para empezar, el modelo patriarcal y de mayorazgo va contrario a la historia política de Cuba, según la cual son los padres los que siguen a los hijos adultos y no al revés.  De hecho rompe con la figura occidental del héroe, que siempre refleja a un joven audaz y vigoroso rebelándose contra el padre. Que la Revolución cubana haya sido hecha por jóvenes no garantiza, a partir de este análisis cultural, que haya sido hecha desde la modernidad. En segundo lugar, la formación de valores no empieza en la familia nuclear afectiva por la utilidad del hijo para algo o para alguien, como sí ocurre en el tipo patriarcal, sino por la concepción y tradición de la familia respecto a lo que considera mejor tanto para el mantenimiento de ciertos valores familiares como para el hijo.

Por último, aunque no finalmente, la naturaleza afectiva de la familia, basada en las distintas concepciones cristianas, evita o vive como una tensión contranatural las fracturas por razones extrafamiliares de los afectos basados en la sangre. En la  familia patriarcal no. Como la familia extendida se estructura en torno a la utilidad más que alrededor de los afectos, y sobre valores dados y no elegidos, no se entienden como fractura las rupturas de la familia. No se asume como contradicción de afectos en el nivel psicológico de la personalidad. Al imponerse el castrismo cultural, se produce una dislocación en el sentido de la familia nuclear que dañará la base de la identidad cultural en niveles y dimensiones generales que son fundamentales en el proyecto de nación cubana.

Si la familia coincide con la sociedad  ―por eso es extendida― en el concepto patriarcal de Estado, las cuestiones importantes tienen sentido en función de dos valores típicos de las aristocracias patriarcales: la fuerza y el poco sentido de la vida fuera de los dominios señoriales. Recordemos que estos son los valores primordiales del guerrero. ¿Qué es un cubano fuera del territorio del castrismo cultural? Nada. A lo sumo un instrumento útil en momentos de extrema necesidad. Precisamente el uso totémico del gusano como figuración para estigmatizar a quienes escapan o se niegan a vivir en los predios del castrismo cultural refleja, no solo la relación habitual que establece toda aristocracia rural con la naturaleza, sino el rebajamiento y el desprecio del resto de los seres humanos.

Semejante rebajamiento no es cubano. Los cubanos heredamos del humor hispánico medieval el mal gusto por la burla de los defectos humanos. El humor de situaciones no es lo nuestro. Pero tampoco lo es el establecimiento de metáforas animales para identificar tipos humanos. Un hombre se puede comparar con un gallo o una rata, pero sigue siendo un hombre. Sin embargo, del símil (el hombre como) a la metáfora (el hombre es) va un importante trayecto cultural que marca la diferencia entre la vida y la muerte. El castrismo cultural sustituye el símil por la metáfora y recupera la pena de muerte como castigo civil, cuando esta había estado ausente del contrato republicano inicial como distinción humanística frente a las prácticas jurídicas de la España del imperio. Recuperación labrada por el previo rebajamiento animal del homo civicus.

Esta, la negación absoluta del  hombre cívico, es el eje del décimo rasgo del castrismo cultural que me detengo a analizar en sus perfiles más bastos: la combinación de pesimismo y metafísica. Una metafísica de la acción, no del pensamiento. Bebiendo en las enseñanzas jesuíticas, el castrismo cultural es la expresión nacional del pesimismo cristiano sobre el hombre después de La Caída. Librado a su albedrío y a su voluntad el hombre es autodestructivo, y busca más la satisfacción de sus placeres y el encuentro con lo mundano que propiamente lo que le debe interesar para su salvación. Recuperarle es posible, nos sigue diciendo esta visión pesimista, pero solo mediante la guía certera de una elite bien formada, preparada e instruida en los adecuados instrumentos de salvación, que están solo disponibles, eso sí, para unos pocos elegidos. Y el hombre cívico está en contradicción radical con esa pretensión de que un grupo de autoelegidos le lleve por el camino del bien. Por eso elige.

Los jesuitas siguen siendo de este modo pesimistas respectos a los demás, pero recuperan el optimismo de los hombres para unos pocos de entre los suyos. Y, ¿qué  es la salvación? El núcleo duro de esa metafísica que se coloca fuera de las experiencias corrientes, construidas por las pruebas de tanteo y error, y acumuladas creativamente, para ofrecer entonces un nuevo lugar de elevación humana para toda la vida. Metafísica significa más allá de la física es decir, más allá de la experiencia humana. Y es verdad que si ese utópico y beatífico lugar es alcanzable, solo puede serlo de la mano de alguien. Los jesuitas, ya no hoy por supuesto, organizaron auténticos ejércitos misioneros para implicarse con los hombres-criatura en cualquier parte del mundo  ―más allá de las naciones―, ayudándoles a elevarse.

El castrismo cultural es la expresión en Cuba de esa combinación entre pesimismo y metafísica que se actualiza en una visión particular del concepto de Revolución, que montó su específico ejército revolucionario para desplegar en todas las zonas del mundo y que se molesta profundamente porque el resto de los hombres no se deja conducir hacia cotas más elevadas de posibilidades humanas con el fin, se nos remacha, de cerrar definitivamente el perverso ciclo iniciado con La Caída. Desde la psicología profunda, estas pretensiones nos pueden resultar hoy una solemne tontería sublimada, pero estamos frente a una experiencia mística que explica, por otra parte, la constante tensión histórica entre los jesuitas y el Vaticano. Entre el castrismo y toda autoridad comunista suprema.

Este pesimismo metafísico está desconectado completamente de la cultura cubana. El de revolución es, más bien era, un concepto tangible en la tradición política y social cubana. En nada distinto a los significados en el resto del mundo occidental, desde las revoluciones estadounidense y francesa: cambios radicales con sentidos más o menos sociales y libertarios, enfilados contra todas las cadenas que distanciaban naturalmente al hombre del poder que ejercían  los demás, y del poder sobre sí mismo; fueran estas cadenas divinas, u originadas en la tradición o en la fuerza.

Lo cual significa que todas las revoluciones son contrastables por el simple hecho de que abren el proceso social al análisis de la razón y lo hacen accesible a los ciudadanos. Sin estos dos requisitos, que al mismo tiempo son resultados, no se podría hablar de revolución social o política. Una revolución que tiene como contenido semántico a la propia revolución, que no se puede descifrar racionalmente, que no se puede contrastar empíricamente y que no es accesible para los ciudadanos, no es exactamente una revolución tal y como era entendida hasta 1959. Sin embargo, es la Revolución tal y como se instituyó en Cuba después de esa fecha.

Este es el punto de partida para entender por qué la Revolución Cubana desnacionaliza la política, desnacionalizándose, para dar carta natural de revolucionarios dizque cubanos a todo extranjero que, sin saber nada de Cuba, viene a sentar cátedra política en el territorio nacional, hablando de y por los cubanos, en lo constituye una nueva forma de representación política global sin base en la nación. Tal y como sucedió con la internacionalización de la aristocracia europea del siglo XVIII con sus alianzas supranacionales sin fundamento en sus propios pueblos. Y es el punto de partida, por otra parte, para recuperar la práctica del destierro de los cubanos desafectos, una práctica de la España imperial, desprotegiéndoles en el mundo. Un proceso político nacionalista comienza por proteger a todo ciudadano, independientemente de su condición y elección políticas.

Alejada, tras cada minuto que pasaba, de sus propios orígenes culturales, que determinaban sus propios objetivos, la Revolución Cubana iba asumiendo así su carácter metafísico ―más allá de toda experiencia― para estabilizarse como el concepto taumatúrgico en boca y en manos, no de una elite directora, sino de Fidel Castro, el único al que se le reconoce el derecho al libre despliegue de su optimismo: una de las epifanías de la voluntad.

De ahí  derivaba su fuerza la Revolución Cubana: de la aceptación mundial de una visión pesimista del hombre, con cuarteles generales en muchas capitales,  ―después de haber disfrutado irresponsablemente del vicio y de la prostitución durante los 50 años de “pseudos república”, se dice, los cubanos debíamos ser redimidos―   y de la legitimación de que ese hombre caído podía ser salvado por un hombre más o menos lúcido, que atesora una opinión exageradamente positiva de sí mismo. Pero, ¿qué enmascara (ba) este concepto de revolución, psicológicamente primario e intelectualmente pobre? Un dato muy importante para entender al castrismo cultural: el pensamiento, heredado de la España catolizante, que tiende a proyectarse a través de la eternidad. Sub specie aeternitatis se escribe en latín. Y la eternidad, como es sabido, no tiene territorio cultural específico.

¿Qué tiene esto que ver con Cuba? Absolutamente nada. Para los cubanos el tiempo es concreto; no está hecho para que se pierda en asuntos metafísicos. Y si no se le puede apropiar para la creación, debe ser empleado concretamente para el gozo. Las dificultades de los intelectuales orgánicos de la revolución para convertirse en elite directora del proceso ―afortunadamente― tienen mucho que ver con su incapacidad para hacerla comprensible al resto de sus compatriotas en su pretendida dimensión eterna. Y no solo por falta de entrenamiento metafísico o por la carencia de una previa doctrina intelectual: algo así como una idea Zuche cubana; también porque nuestros intelectuales son hombres y mujeres mundanos, amantes de la riqueza, y de las cosas comunes y corrientes que identifican pilares bien arraigados de una cubanía muy visible y poco narrada. Son, a fin de cuentas, unos cubanos más en toda su radicalidad moderna, para los que el tiempo concreto cuenta.

Camino de salvación para la eternidad es el alimento primordial, digamos que el maná, para vivir la grandeza por sí misma de la revolución y del socialismo, con plena independencia de las realidades concretas. Así con la revolución y el socialismo cubanos sucede lo que con el futuro: son empíricamente indemostrables, pero existen. Y marcan las posibilidades. La única diferencia es que el futuro nunca llega antes de tiempo. Sin embargo, revolución y socialismo, que sí han ocurridos, se niegan a medirse con la realidad: lo que los hace grandiosos y metafísicos. Esa es la grandeza medieval: la que se afirma por su propia existencia y contra su propia negación. La que provoca ese sentimiento de gloria por el mero hecho de haber resistido para sobrevivir. ¿No se confirma la gesta gloriosa en el obstáculo que vence, antes de los restantes obstáculos por venir? Ella no vive del éxito sino del fracaso al que se ha llegado con determinación. Por eso la gesta, la gloria que no cabe en un grano de maíz, se ve a sí misma como rozando la eternidad. Y tiene que perdurar.

Toda esta incursión medieval en la que nos metió el castrismo tiene que aparentar modernidad, desde luego. Y para ello eterniza el socialismo. ¿De qué modo? A través de la constitución, para seguir siendo modernos. Lo que provoca una ligera sonrisa académica. Porque los teóricos que se respetan reconocen que el socialismo no existe. El mismo Fidel Castro dijo en 1986 que en ese justo momento sí iba a empezar la construcción del socialismo; 28 años después de proclamado. De manera que algo que no existe se instituye 16 años más tarde como fundamento constitucional del Estado y la sociedad.

¿Es qué en ese corto y convulso tiempo se construyó el socialismo; precisamente en el momento en el que Cuba reinicia desde el Estado sus aventuras con el capital?  ¿Cómo una petición de principio, algo que necesita ser demostrado después de anunciarse, se puede erigir en base constitucional del Estado? Un falso supuesto se institucionaliza como principio constitucional para regular la existencia de los cubanos perpetuos. Pero semejante aberración lógica, transformada en aberración jurídica, se explica por aquel fenómeno de pensar como eternidad, que subvierte el proceso de la cultura y bloquea el flujo de una matriz de mentalidad compleja nacida de una diversidad extremadamente rica de prácticas y de culturas.

Todo aquello es, pese a su medio siglo, bien extraño a Cuba, y ha tenido como consecuencia grave un cambio, reparable sin duda, en nuestro imaginario: asociar el destino de la nación con un individuo. Nunca antes, ni siquiera en nuestra época colonial, se había producido semejante desarrollo.

Relaciono otros rasgos interesantes del castrismo cultural que merecen ser explicados en relación con nuestra identidad en formación. El castrismo cultural es refractario a la pluralidad, no le gusta la música ni le interesa el baile, y quiso imponer, contra todas las evidencias de la vida cotidiana y nocturna, la idea del sacrificio como estilo de vida en una cultura apabullantemente hedonista. De ahí que me haga dos preguntas relacionadas: ¿por qué Cuba se seca como fuente de ritmos musicales a partir de los impactos culturales que retornan con el castrismo?; y, ¿por qué la Esparta tropical no pudo destruir una mentalidad gozadora? Es bueno saber que el danzón surge en Cuba, es reconocido como el baile nacional, pero pertenece más en México. Es útil también conocer que el primer trasvesti de que se tiene noticia en el hemisferio occidental fue un cubano matancero del siglo XIX. ¿Cómo entender esto? Otra pregunta abierta en términos de identidades profundas.

Sigue en pie, por esto, la siguiente certeza: la cubanía ha molestado profundamente al castrismo cultural. A pesar de las ficciones identitarias. La historia ejemplar, el folklore, la restauración de monumentos, la literatura de los muertos, el ballet clásico y la música sensual dan la impresión de que se vive un resurgimiento sin precedentes de lo cubano. ¿Pero dónde quedan el pensamiento, los valores, la mentalidad, el concepto profundo de la nación en el sentido de los sacramentos: el signo visible de algo invisible? Entre historia de los grandes acontecimientos, cultura inerte y cultura corporal, estamos frente a ese tipo de realidad en la apariencia que engaña. Sobre todo a los organismos de las Naciones Unidas.

Esa cultura que hoy se rescata, solo parcialmente, fue en su momento la viva expresión del proceso profundo de las pautas culturales en el sentido de los valores, estilos de vida, filosofía, mentalidad y pensamiento. De hecho la misma necesidad del rescate indica el debilitamiento o la muerte de las corrientes subyacentes que fueron y son constantemente negadas por el castrismo cultural. ¿Por qué este no ha producido nada estéticamente serio como expresión de sus propios valores? ¿Hay estética perdurable sin pensamiento?

Estas preguntas nos devuelven a un punto básico en la forzada invención histórica del último medio siglo: la aristocratización impuesta a la vida política cubana. Negación completa de todos los esfuerzos históricos para crear una propia civilización cubana con base en el republicanismo, la pluralidad cívica, la diversidad cultural y el sentido de riqueza creada.

La aristocracia cubana, que podía reclamar una continuidad histórica con España y que compró títulos en algunas capitales europeas, se suicidó  conscientemente como clase cuando apoyo la Constitución de Güaimaro: la primera de nuestras constituciones republicanas. Ella abandonó gradualmente los títulos y conservó los modales. A partir de ese acto fundacional, la aristocracia como grupo se hace cada vez más extraña al cuerpo cultural de la nación, que lo rechaza sin muchos miramientos. El escritor cubano Jorge Mañach se conmovió ante el choteo creciente de los cubanos, sobre todo frente a la solemnidad y artificialidad de los títulos. Incluso, este choteo alcanza a los buenos modales cuando estos se muestran rígidos y engolados.  Y desde otra perspectiva, la historia de la arquitectura cubana testifica este proceso.

Por esa razón, el regreso de la aristocracia en Cuba tenía un solo camino para establecerse: la guerra como esencia y fundamento de la sociedad. Pero esta nueva aristocracia confronta tres problemas: la ausencia de tradición, su incompatibilidad con la nación cultural y la falta de guerras concretas. Mientras estas últimas fueron posibles  ―recordemos que nuestra aristocracia guerrera se comprometió en el siglo pasado a liberar a todo el mundo conocido hasta entonces― se pudo alimentar y casi legitimar esta aristocracia en la medida en que los cubanos participaron de esta grandeza de imperio. Pero las guerras cubanas por el mundo, a pesar de que nunca tuvieron un real sentido, hoy ya no tienen posibilidades. Y entonces nos encontramos frente a una aristocracia guerrera que no tiene justificación, sentido ni viabilidad en el proyecto de nación.

Esto pone más de relieve su incompatibilidad de fondo con la nación cultural. Si nuestra aristocracia guerrera no puede reproducirse como clase en su interior, si su gestión y capacidades no sirven a la gestión moderna de una sociedad que exige cada vez más dispositivos flexibles y de naturaleza civil y cívica, y si su gestualidad sin funciones concretas invitan a la indiferencia de una sociedad cada vez más informal y posmoderna, ¿qué legitima la existencia superflua de una aristocracia militar?  Parece que la amenaza de una guerra con los Estados Unidos. Sin embargo, ni siquiera esto la legitima. Para ello, esta amenaza debería ser una posibilidad de guerra perpetua. Algo que se nos ha vendido, por cierto, como la realidad intrínseca a nuestra condición nacional. Pero, más allá de esta necesidad acariciada de guerra perpetua, la aristocracia guerrera se agota en su primera condición: la reproducción de su biopoder.  Excepto en la familia dinástica.

E interesante, la familia dinástica de los Castro es la única, la primera y la última que intenta dar cuerpo a la aristocracia en una dirección distinta a sus orígenes guerreros. Es decir, la única, la primera y la última que otorga títulos, beneficios, lugar y poder, todo al mismo tiempo, por el mero hecho del nacimiento. Y como en toda buena aristocracia, todas estas licencias se dan con independencia de méritos, función y capacidades.

Este desplazamiento de orígenes está muy conectado con otro fenómeno sociológico creciente: una elite de nuevos ricos en el mundo intelectual y artístico, necesaria como cortesana de esta aristocracia. Algo impensable con la aristocracia militar. La nueva elite practica ya la filantropía es decir, el desprecio positivo; mientras que la aristocracia se da el lujo del regaño, considerando como ingratos a los cubanos de las clases menesterosas que suelen expresar su malestar. Es decir, practican el desprecio negativo.

Pero con el desplazamiento de orígenes aparece el primero de aquellos tres problemas: la ausencia de tradición. Retomar sus antecedentes hispánicos no parece suficiente como legitimación. De hecho, algunas de las prácticas coloniales reanimadas: la concentración física de desafectos al proceso político, la carta de racionamiento, todo el pliego de medidas administrativas que parecen calcadas de las Ordenanzas de Cáceres  ―que en nuestra era colonial regulaban al mínimo detalle lo que cada habitante del cabildo podía tener en su casa―; el destierro de los enemigos; la pena de muerte; la irresponsabilidad divina del poder; la crueldad medieval, que intenta y logra en no pocos casos reducir espiritualmente al hombre a través del sufrimiento físico y mental; el uso de la ley y del poder basado en ella como venganzas, que rompe su lógica cultural e histórica  ―recordemos que la ley surge como sustituta de la venganza para hacer posible la civilización― y un largo etcétera, parecen jugar estructuralmente en contra de la legitimación de esta aristocracia. Y todo por un solo hecho: su falta de ascendencia. No hay línea genealógica a la que esta familia se pueda agarrar para justificar su captura permanente del Estado y para introducir social y culturalmente unas prácticas y modales de convivencia en el resto de la sociedad. Sé que es una comparación exagerada, pero la aristocracia británica sobrevive porque lograr transmitir a toda la sociedad el conjunto ritual de comportamientos, estilos y actitudes que les caracteriza, incluido el té de las cinco de la tarde.

Esta incapacidad de la familia dinástica de convertir a toda una nación cultural a sus modales y comportamientos, me lleva a la pregunta de si en ausencia de una fuerte tradición es posible inventar los gestos, las figuras, los tropos y los símbolos de una nueva aristocracia. No puedo responder satisfactoriamente esta pregunta en un sentido u otro. Y a juzgar por el castrismo cultural, me inclinaría a pensar que la tradición es fundamental en toda pretensión aristocrática.

Parece que, independientemente de los tipos y la diversidad, la aristocracia debe tener un sentido claro del honor, del respeto de las propias reglas, de los límites, del valor de la palabra y de los compromisos. Como la aristocracia vive más según códigos no escritos, y transmitidos de generación en generación a través de la enseñanza y la imitación, está más obligada que ningún otro sector a protegerse con el autocontrol. Ha sido el autocontrol el que ha forjado civilizaciones a lo largo de la historia en todas las culturas y continentes. Y este es, digamos, el mejor aporte quizá involuntario de las aristocracias que han sido. La familia dinástica cubana carece de estos límites que le habrían permitido fundamentar y legitimar a futuro, a través de los códigos y símbolos apropiados, su pretensión aristocrática.

En mis tiempos universitarios, en el primer lustro de los 80s del pasado siglo, escuché de un profesor un comentario que entonces no calibré en toda su significación. Dijo él que la Revolución Cubana moriría de su propio ímpetu y de su energía desbordada. Razonaba que esa tensa estabilización social conseguida a base de discursos, jornadas, metas y castigos no era sostenible a la larga por ninguna sociedad. Saludaba como su mejor logro, no la alfabetización, sino su institucionalidad constitucional, para mostrarse al final escéptico por el hecho de que la Revolución Cubana no podía desembarazarse de su pecado de origen: la permanente violación de sus propias reglas del juego. Y el profesor abandonó el paraíso.

El castrismo cultural se agota asimismo porque pretendiendo animar una aristocracia desde la ruptura con las tradiciones cubanas, perdió su propio control. Burló todas las reglas establecidas, e irrespeta constantemente la misma constitución limitada que le dio al cuerpo social creado. Esto tiene consecuencias, sin dudas, para las referencias políticas del futuro por su efecto de vacío en el repertorio simbólico e instrumental del poder. Un peligro cierto. Pero merece un análisis que no incluyo aquí. Y si la liquidación del castrismo cultural como aristocracia es algo que no interesa mucho, lo que merece plena atención son las consecuencias de su pretensión de dominio permanente sobre Cuba, vista esta como entidad social, como espacio físico, como posibilidad cultural y como imaginario.

El castrismo cultural ha supuesto de este modo la destrucción de Cuba en cuatro dimensiones básicas para todo proyecto de nación: como unidad económica, como espacio fluido de valores, como lugar para la integración de culturas y como república política de iguales.  Hemos dejado de ser para no ser lo que nos dijeron que éramos. Esto es tanto un crimen de lesa cultura como un horror moral.

De ahí  la necesidad de un nuevo contrato en la que recuperemos todo el optimismo de nuestra condición moderna como un medio para recuperar nuestra voluntad. Democratizándola.

¿Cuáles podrían ser las bases de este nuevo contrato? Estas solo deben ser definidas por los ciudadanos. Cualquiera de nosotros puede y debe tener lo que cree son buenas ideas para su país, pero lo más importante debe ser entrar a la plaza pública de definiciones con lo que John Rawls, un teórico de la política, definió como el velo de ignorancia. Que, simplificadamente, no es más que un intento de evitar el razonamiento preconcebido con su clara tendencia al autoritarismo. No es que se puedan evitar con este procedimiento las propias ideas, sino que se participa desde la escucha y evitando el principio de autoridad que es contrario a la preeminencia del ciudadano y de la diversidad cultural para la legitimidad del Estado y las políticas públicas. Sí creo necesario el diálogo —una especie de democracia a lo Jurgüen Habermas— como fundamento del ejercicio compartido de ese velo de ignorancia. El diálogo como concepto, como instrumento y como estrategia.

Y esto es imprescindible en Cuba. Aquí se ha arraigado una concepción premoderna, pero anclada en la modernidad, que hace brotar la fuente de legitimidad no del ciudadano sino de las autodenominadas vanguardias. Ello ha trabado la modernización de la plaza pública de discusión política. En Cuba esta modernización no llega y seguimos confrontando el problema de la pretensión de esas vanguardias, con su concepto de que una clase de iluminados tiene el deber y el derecho de conducir a la masa por el camino correcto. El despotismo ilustrado en marcha. El dilema de los clérigos en la sociedad que muy bien describió el pensador francés Julien Benda. Sin embargo, ¿qué derecho le asiste a alguien que haya estudiado toda su vida, que haya desarrollado una disciplina cualquiera en una academia cualquiera, prestigiosa si se quiere, para determinar lo que otro ciudadano menos ilustrado   ―o ilustrado de otro modo― debe tener, hacer o decir? Realmente ninguno. Los conocimientos pueden tener y tienen valor para la sociedad, desde luego, pero no otorgan poder vicario por encima y en representación del resto de los ciudadanos. Esa es la razón por la que la autoridad intelectual en sociedades políticamente modernas y formadas por ciudadanos y ciudadanas maduros se alcanza como crítica del poder. Cuando se trata de construir la convivencia, el intelectual es igual al resto de los ciudadanos. Ni más ni menos.

El día en que sustituyamos el Nosotros, el pueblo ―un error sintáctico que desplaza el poder y la legitimidad hacia arriba― por el Nosotros, los ciudadanos habríamos triunfado como sociedad y nación.

Esa meta histórica en Cuba hace tanto más necesaria aquella modernización cuanto que la vanidad de los intelectuales es inmensa, precisamente en un país de despotismo ilustrado donde, históricamente, los intelectuales han sido incapaces de definir un proyecto más o menos satisfactorio de nación. Para empezar, toda su epistemología, la que les marca el saber posible, ha estado divorciada de la planta cultural cubana. De manera que desde este fracaso histórico y cultural se puede erigir la nueva plaza pública de discusión y definición sobre el fundamento más legítimo: el ciudadano en toda su diversidad y pluralidad. El modo de desplazar el poder y la legitimidad hacia abajo.

 

28 de julio de 2010




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