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62º Mensaje histórico
¡EL COSTOSO HONOR DE SER VENEZOLANO A TODO TRANCE!
Germán Carrera Damas
Escuela de Historia
Facultad de Humanidades y Educación
Universidad Central de Venezuela
Creo que el objetivo primordial de un historiador venezolano debe ser comprender e interpretar la sociedad venezolana. El logro de este objetivo ha de consistir, de manera complementaria y simultánea, el criterio rector de la comprensión e interpretación de la historia de cualquiera otra sociedad; y el referente historicista idóneo para la comprensión de la historicidad de la propia sociedad venezolana. La observancia del conjunto de estos criterios y propósitos conforman el deber social del historiador, y por ende rigen el cumplimiento de este deber en el desempeño de su oficio.
Una dificultad mayor envuelve este esfuerzo. Es la del ordenamiento de lo conocido. Este comienza por el de los instrumentos empleados; entendiendo por tales los metódicos y los conceptuales. Así sucede, por cuanto la adquisición del grado de sentido histórico; y del de ejercicio de sentido crítico, requeridos para adelantar esa compleja empresa del conocimiento, impone, a su vez, que el campo de trabajo sea la Historia, vista en toda su naturaleza, en la cual se armonizan la diversidad y la unidad regidas por una dinámica implacable de continuidad y ruptura.
Reitero que no es posible enseñar sentido histórico, pero sí formárselo; y que el sentido crítico requiere aptitud, destreza instrumental y constante ejercicio. Se equivoca
quien crea que estos trances se le plantean únicamente, o sobre todo, al historiador. En realidad conforman lo que podría denominarse el avío básico a emplear por quien busque orientarse en su ejercicio de la ciudadanía, en acuerdo con su conciencia histórica; so pena de incurrir en desvaríos que pueden resultarle muy dolorosos y hasta letales. Particularmente en momentos como los que actualmente vivimos los venezolanos que concebimos una patria libre y democrática, como el ámbito necesario para el desarrollo de nuestra personalidad creadora, cualquiera que sea el ámbito en que ésta deba realizarse; pero siempre en función de nuestra libertad de pensamiento y de determinación.
No creo necesario subrayar el hecho de que los venezolanos así caracterizados, -por extensión todos los venezolanos, independientemente de lo consciente que estén de esa situación-, atravesamos tiempos que requieren lucidez en la interpretación de los mismos y claridad en la determinación de conductas, tanto personales como colectivas. Infortunadamente, si bien la versión actual de esta conflictiva situación no carece de precedente en nuestra historia republicana, si reviste particular gravedad, por cuanto lo que se halla en juego es no ya la Democracia sino la subsistencia misma de la República, minada pero todavía de pie. A esta situación nos ha conducido una tenaz desorientación de la conciencia histórica del venezolano; practicada por el régimen sociopolítico militar-militarista, pese al celo demostrado y al esfuerzo cumplido por no pocos notables historiadores y docentes.
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Deseoso de invitarles a reflexionar sobre esta vital cuestión, ofreciéndoles mi versión del alto riesgo que corremos los republicanos, recurrí a mi oficio de historiador. Recordé una de las lecturas recomendadas por un ilustre intelectual y poeta, Héctor Guillermo Villalobos, cuando era nuestro profesor de Literatura venezolana, en el 4º Año de Humanidades, en el; Liceo Fermín Toro, de Caracas, en 1948. Evocando la vida
de Rufino Blanco Fombona, poeta, escritor e historiador de alto vuelo, y de temple nada apaciguado, en la cual la cárcel y el exilio hicieron el papel de escenarios de su sentido heroico, nos recomendó la lectura de dos de sus obras: Novela de dos años y Caminos de imperfección. Recuerdo que me causaron una viva impresión; hasta el extremo de que, llevado de mi hábito de tomar apuntes, recogí dos fragmentos que me parecieron entonces, -y ahora más-, representativos de la alta aflicción que puede hacer presa de un espíritu sometido a inicuas presiones políticas. Se trata de diarios en los cuales recogió sus tribulaciones de preso y perseguido político. De la primera de las obras mencionadas tomé el siguiente apunte:
“2 de octubre [de 1905] (tarde).- Soy uno más de la lista que comienza en Miranda y en Andrés Bello y no terminará en mí, de víctimas del desnivel entre hombres de ideales y de estudio y el medio social existente: desnivel que se traduce en mutua incomprensibilidad. El dolor es quien triunfa. ¡Qué caro me cuesta a mí el querer ser venezolano a todo trance! (Subrayado por G.C.D.) He vivido diez años en seis meses. Mi corazón está blanco de canas.” (“La novela de dos años”. Rufino Blanco Fombona, Diarios de mi vida. Caracas Monte Ávila Editores, 1991, p. 132).
De la segunda obra mencionada, tomé este otro apunte, revelador de cómo la tribulación personal puede invadir el más amplio de los espacios anímicos y llegar hasta perturbar el intelecto más alerta:
“4 de mayo [de 1906]”…. “Nadie está contento con su suerte. Todo es lamentaciones. Detrás de las querellas contemplo el porvenir, tan brumoso, de este desgraciado y fragante fragmento de tierra, donde sólo sonríe la naturaleza; y el no menos nubarroso porvenir de los hombres nacionales de pensamiento y de pluma. El sable, siempre el sable y su amenazante sombra proyectándose fatídicamente. Roja orgía canibalesca. No hay lugar en nuestras almas sino para la imprecación o el estéril lamento. ¿Me iré de aquí? ¿Me quedaré? En mí las resoluciones son generalmente
subitáneas: la idea y la acción se hermanan en simultaneidad semejante a la idea y la palabra en el orador. Hoy titubeo, no obstante, porque si me voy de Venezuela, es quizás para siempre. Esto no es una patria. (Subrayado por G. C. D.”) (Ibídem, p. 156).
Esto escribió un espíritu fogoso, combativo y lúcido, en momentos de avasallador despotismo y de negación de libertad. Quiero invitarlos a que reflexionemos sobre estas muestras de estado de ánimo, tomándolas como dolorosos testimonios de genuina angustia, no sólo individual sino también social, en la más amplia expresión.
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A lo largo de los doscientos años transcurridos desde que los ingenuos patricios del 19 de Abril de 1810 y del 5 de julio de 1811 iniciaron la lucha contra el despotismo, pasando de la reivindicación de autonomía a la segunda declaración de la Independencia, -recuerden que la primera declaración de independencia fue formulada por los conspiradores de 1797 en los calabozos de La Guaira-, los venezolanos padecimos la recurrencia del despotismo; ¿hasta el punto de haber llegado a disputarle al paludismo el rango de enemigo público número uno de la sociedad venezolana? También recurrente, el despotismo ha cambiado el disfraz, pero no la esencia. Había llegado hasta hacer que se incrustasen en la conciencia pública dos infaustas consejas: una, la que llevaba a diferenciar entre el déspota benévolo y el déspota malo; y se daba por rasgo diferencial el de haber, uno u otro, dado o no libertad. No se tenía conciencia de que la Libertad es un derecho humano que no admite, sin verse por ello desvirtuado, el que sea dado ni quitado. La segunda conseja consistía en creer que luchar contra la dictadura era luchar por la libertad, cuando el llegar a gozar de libertad podía consistir, esencialmente, en quedar a la merced del estado de ánimo del déspota bueno.
En este orden de confusión de ideas, fue para nosotros ayer cuando, en las mismas circunstancias, Rufino Blanco Fombona, en la segunda de sus obras aquí recordadas, produjo menciones que condujeron a las siguientes afirmaciones:
….”Presidente Castro [Gral. Cipriano], hombre enérgico a quien nada amedrenta”…. (p. 145); y la de que …..”Ninguna razón justifica la separación de Castro, para que suba Gómez [Chacón; Gral. Juan Vicente], como él es, hoy por hoy, garantía de paz interior y de respeto exterior, y como los que pueden sustituirle son peores que él –sobre todo Gómez-, soy partidario de que el General Castro desista de su renuncia [¿aunque fuera meramente estratégica?]”…..”¿Con qué objeto se le ocurre a este Castro absurdo y espectaculoso promover semejante desasosiego nacional?” (p. 157). ¡Irónico resultaría que tan exaltado espíritu llegase a escoger el déspota ante el cual fuese inmolada la libertad!
¿Era cuestión de escoger entre dos clases de déspotas? Pero ¿dónde quedaba, en todo eso, la Libertad?
Todavía los jóvenes estudiantes que insurgieron en 1928, de los cuales habría de destacarse, Rómulo Betancourt, lucharon contra la dictadura reivindicando la libertad. Les llevó algún tiempo comprender que el despotismo de la dictadura concernía al desempeño del Poder público, no a su formación ni a su supuesta génesis sociohistórica, como proclamaban los teóricos subordinados. Ello condujo a los sobrevivientes leales al espíritu de la llamada Generación del 28, a comprender que el goce de la libertad requería que el Poder público se correspondiese, en su formación, ejercicio y finalidad, con la Democracia; valía decir, en primer lugar, con el ejercicio de la Soberanía popular. Comprendieron, así, que el ejercicio pleno de tal soberanía era requisito de necesario cumplimiento para la instauración y el funcionamiento del ordenamiento sociopolítico republicano que pudiese conducirse como garante del disfrute de la libertad.
La puesta por obra de esta noción del Poder público tuvo por acto inaugural la convocatoria, en 1946, de una Asamblea Nacional Constituyente, llamada a marcar el rescate de la Soberanía popular sobre la base de un proceso de formación del Poder público mediante el sufragio directo, universal y secreto. No creo que sea pertinente
añadir más desarrollos, salvo la referencia al hecho de que el 24 de noviembre fue interrumpido el proceso de instauración de La República liberal democrática, abriéndose un lapso de una década de mando despótico, –los déspotas nunca gobiernan; mandan-, que hizo estragos en el movimiento democrático. En este inhumano trance, hecho de persecución, exilio y asesinato, se dio un ejemplo de patriotismo cuya significación fue certeramente sintetizada por Simón Alberto Consalvi el domingo 22 de octubre del presente año:
“No hay cómo imaginar la deuda que la nación tiene con esos hombres singulares que combatieron sin pausa y sin miedo, que optaron por la resistencia clandestina como una manera de enfrentar a la fuerza bruta. Fui amigo de Leonardo [Ruiz Pineda] desde mis tiempos de liceísta en San Cristóbal, cuando él era profesor y presidente del Estado Táchira, y lo acompañé en el CEN [Comité Ejecutivo Nacional del Partido Acción Democrática] clandestino.” (“Leonardo Ruiz Pineda”. Siete días. El Nacional).
Esos hombres heroicos no vacilaron en resolver patrióticamente el dilema del cual se declaró presa Rufino Blanco Fombona el 4 de mayo de 1906.
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Estoy enterado de que entre nuestros jóvenes historiadores, y al calificarlos de tales no me refiero a la edad sino al grado de madurez alcanzado en el ejercicio del oficio, -en este sentido guardo memoria de historiadores que murieron, de avanzada edad, en estado de eterna juventud -, tienden a prevalecer dos modos historiográficos.
Uno concierne a la práctica de aproximarse al conocimiento de lo histórico partiendo de un andamio conceptual cosechado en las obras de autoridades extranjeras consagradas, procedimiento que suele reducir la indagación a la comprobación de categorías, -y hasta de simples denominaciones-, obtenidas en función de procesos históricos poco o nada identificables con el estudiado por quienes amparan su escasez
de creatividad en esa práctica. El resultado suele ser adaptar la realidad por estudiar a la referencia de autoridad y, por lo mismo, ignorar el grado de historicidad de lo que no cuadra con tal procedimiento. Supe de esto cuando al iniciarse el actual régimen político advertí que advendría un proyecto de implementación de una ideología de reemplazo que denominé el bolivarianismo-militarismo, fruto de la más grosera hibridación del despotismo bolivariano de la autocracia con el militarismo no menos tradicional; revestido, ese engendro seudo doctrinario-ideológico, con los vestigios de un fraudulento socialismo autocrático estaliniano. Con tolerancia conmiserativa escuché la refutación de mi aserción, basada en que no se correspondía con las definiciones acuñadas por tal o cual patentado tratadista, ajeno a nuestro ámbito cultural.
El otro modo historiográfico consiste en una reedición de la ya vieja tesis de que la historia no la hacen los individuos sino los pueblos. Quienes esto afirman, suscitando la simpatía revolucionaria, le atribuyen a quienes seguimos cultivando la por ellos considerada una forma atrasada de historiar, la insensatez de concebir al hombre histórico como un agente autónomo respecto de su sociedad; es decir, no como el individuo social que es el hombre histórico. Por supuesto, a quienes esto reeditan les sigue aguardando la prueba de la demostración de la viabilidad de su nada nuevo credo historiográfico, resolviendo los problemas metodológicos inherentes a su también nada novedoso enfoque del hecho historiográfico, -por no hablar del hecho histórico-. El marxismo doctrinario, -ese que deben cuidarse de trajinar los ardorosos marxistas de hoy-, intentó resolver esta cuestión formulando la dialéctica de las denominadas condiciones objetivas y condiciones subjetivas, que bien entendidas revelan la orgánica correlación de lo individual y lo social en cada uno de los términos correlacionados por tal dialéctica del acontecer histórico revolucionario, vale decir simplemente histórico.
Llegado a este punto, creo necesario justificar el que me haya detenido en estas disquisiciones metodológicas e historiográficas. Lo hice porque consideré necesario consolidar el mensaje que pretendo transmitirles al ejemplificar conductas socioindividuales asumidas en función de nuestra aspiración de vivir en una sociedad genuinamente democrática. A cada uno de nosotros nos corresponde destilar de lo aquí apenas asomado su conducta socioindividual. Nadie podrá suplir el propio esfuerzo ético-intelectual sin dañar lo que fundamentalmente se busca: preservar en y para cada uno de nosotros; la libertad. En este empeño no les deseo suerte sino un acierto hecho de esfuerzo.
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Como termino con la preocupación de no haber citado algún teórico consagrado, -por supuesto extranjero,- de los que suelen desorientar a nuestros investigadores, corro a ampararme, de nuevo, en el dicho de uno criollo que a pesar de serlo goza de cierto crédito. Al finalizar su obra fundamental, preocupado por la escasa atención que pudieran merecer sus ideas, aconsejó: ……”olviden que son obras de un americano, o bórrenles el nombre y pónganles John Krautcher, Denis Dubois o Pietro Pinini, Miembros de todas las Academias etc, etc.” (Simón Rodríguez, Sociedades americanas en 1828, Arequipa, 1828, p. 109).
Caracas, octubre de 2012.
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Nota: El presente Mensaje histórico fue presentado y discutido, previa distribución para los fines de se estudio y consideración, en la Cátedra de Honor de la Universidad Católica Andrés Bello, en Caracas, el martes 30 de octubre de 2012.