Foto: Facundo A. Fernández
Enviado a Cuba Nuestra por su autor, el profesor Germán Carrera Damas.
72º Mensaje histórico.
“Escribo sobre esto porque mi sociedad se encamina cada día más claramente hacia un estado de cosas en el cual la mera sospecha es ya presunción de culpa, y la inocencia ha de ser probada. Más: una sociedad donde la absolución no es justicia ni el cumplimiento de la pena reivindicación.”(Publicado en El Nacional el lunes 3 de febrero de 1997).
La idea de que haya virtudes excluyentes entre sí choca al entendimiento, por parecer incongruente; y a la sensibilidad, por parecer contraria al concepto de Humanidad. En efecto, ¿cómo concebir la posibilidad de que el bien pueda chocar con el bien, como no sea en la intención equivocada? Por otra parte, si pueden las virtudes chocar entre sí hasta ser excluyentes, ¿dónde pararía la quimera del «hombre a quien le adornan todas las virtudes», cual reza el lugar común?
Si bien la justicia y la paz no son virtudes en el sentido teologal, la primera lo es en sentido cardinal y ambas lo son en sentido social. Pero aún para la religión la justicia y la paz son estados de virtuosa perfección, porque en conjunto colindan tanto con las virtudes teologales como con las demás cardinales. Se quiere, sin duda, que reine la paz donde haya justicia y que reine la justicia donde haya paz; porque la presencia de ambas requiere prudencia, fortaleza y templanza, y, al menos para los creyentes, fe, esperanza y caridad. Por eso, precisamente, el que una virtud pueda excluir la otra resulta chocante al espíritu recto.
Pero hay algo todavía más chocante que esta controversia entre la paz y la justicia. Ello es que el punto de tal contraste sea, justamente, no otra virtud sino quizá el más genuinamente universal requisito de todas las virtudes: la verdad.
No es la historia el río más apropiado para dedicarse a pescar virtudes. Por eso algunos la han convertido en hagiografía. El presbítero y doctor en teología Carlos Borges llegó a ver en la familia de Simón Bolívar un clon retórico de la Sagrada Familia. Por eso, y lo he subrayado muchas veces porque muchas veces será necesario seguir haciéndolo, V. G. Bielinski observó que no pocas veces en la historia se ha visto nacer buenas obras de malos procederes y hasta de peores intenciones. Por eso ha sido necesario que los historiadores le hagamos un nicho, como también se dice ahora, a la dialéctica del bien y del mal, para poder transitar por los vericuetos de la condición humana.
Pues la historia se empeña en demostrarnos que en las sociedades, en los individuos, en su conciencia, la controversia entre la paz y la justicia nace, precisamente, de una irrefrenable ansia de alcanzar la verdad; sobre todo cuando han reinado la violencia y el agravio, y el espíritu queda sumergido en el resentimiento. La que en tales circunstancias puede llegar a ser una obsesiva búsqueda de la verdad, puede también poner no sólo distancia sino rechazo mutuo entre la justicia y la paz. Convengo en que lo dicho parece un exabrupto. Incluso admito que siembra desconfianza en que sea la aptitud del espíritu para practicar la equidad el signo máximo de superioridad en la escala zoológica.
Pero sucede que la historia, tanto en su expresión pasada como en su expresión presente, se empeña en generar razones para que lleguemos a pensar que la controversia entre la justicia y la paz no es atribuible a la naturaleza de estas virtudes sino a un error humano. Este consiste en referirlas a un valor superior que no guarda igual relación con ambas. Así, la justicia, -por supuesto que no entendida en su acepción estrictamente jurídica-, es inseparable de la verdad. Pero no lo es la paz. Esta última se lleva mejor con una actitud, cercana también de la virtud, que tiene la propiedad de servir para bien disponer el espíritu: el olvido. Obviamente, no se trata del olvido gestado en la impotencia, en la resignación y mucho menos en la simulación. Se trata del olvido nacido del perdón, pues éste, como la justicia, no admite matices, es un absoluto. Por algo pretende la religión que el alma que perdona se rescata a sí misma del pantano del rencor.
Serbios, croatas, eslovenos, bosnios, vale decir cristianos ortodoxos, cristianos católicos y musulmanes, han venido barajando estas cuestiones por más de un milenio. Al igual que cristianos católicos y cristianos reformistas por la mitad de ese tiempo. Las respectivas religiones están cargadas de mensajes concebidos para aquietar, para limpiar los ánimos, para inducir la paz. Pero los portadores de esos mensajes se han enfrentado entre sí con un ensañamiento constante, que periódicamente tiene erupciones de aterradora inhumanidad. Así ha sido, yendo también cada fuerza al combate persuadida de que posee la verdad. Esta tiene, por lo general, los rasgos fisionómicos «del otro», es decir del que robó, violó o mató. Sólo que esos rasgos terminan por abandonar el individuo para radicarse en el gentilicio. Llegados a este punto, nada significan edad ni sexo. ¿Y puede pensarse en algo más alejado de la verdad que un bebé que sea responsable de semejantes delitos y crímenes? En las tumbas colectivas excavadas en Bosnia han aparecido restos de niños y hasta de bebés.
Pero si la justicia y la paz entran en malos términos cuando ambas son referidas a la verdad, ¿Ello significa que, tomadas en sí, la justicia y la paz pueden darse mutuamente la espalda? En la China de hoy, tras un juicio sumarísimo se ejecuta de inmediato la sentencia descerrajándole un balazo en la nuca al condenado (¿la víctima, en sentido «occidental»?), tras lo cual se le cobra a la familia el costo del proyectil; con lo que, de hecho, se le hace participar del ejercicio de la justicia sin que pueda decirse que se contribuya a que reine en ella la paz. Foción pidió a sus amigos que pagaran al verdugo que debía preparar la cicuta que él habría de beber, porque éste se negaba a hacerlo dado que no había recibido la paga correspondiente. Ignoro si fue ese el primer caso en el que un verdugo se declaró en huelga. Quiere la historia que Foción muriera en paz, porque su gesto fue de perdón para quienes injustamente lo condenaron. En la edad media no era raro que el condenado de alcurnia diese una moneda al verdugo, incitándolo a proceder pronta y limpiamente. No sé de una autoridad que obligase a la familia de un siervo acusado de haber violado algún derecho señorial a pagar la soga utilizada para ahorcarlo, haciéndola con ello partícipe de la justicia ejercida.
Pero ¿cómo predicar el olvido, y más aún el perdón, sin que ello sea visto como un reconocimiento de la impunidad del victimario y como un nuevo agravio para la víctima o sus allegados? Es comprensible que a estos no les baste con la justicia, ni siquiera con la verdad. Su espíritu atormentado o atribulado suele apuntar más lejos, al castigo ejemplar, y aún más lejos, a la venganza socialmente realizada. No a la manera del desconocido que asesinó nocturnamente a Lukanov a la puerta de su casa, en Sofía. Ese estado de espíritu nunca se sentirá apaciguado por una sentencia como la dictada en el caso de Magnus Malan. Quizá por ello, se dice, rezaba el precepto medieval que «para que se haga justicia debe haber un ahorcado», y el instructor del caso mandaba ahorcar al escribiente…
Escribo sobre esto porque mi sociedad se encamina cada día más claramente hacia un estado de cosas en el cual la mera sospecha es ya presunción de culpa, y la inocencia ha de ser probada. Más: una sociedad donde la absolución no es justicia ni el cumplimiento de la pena reivindicación.
(Publicado en El Nacional del lunes 3 de febrero de 1997).