Archivo de abril 2016

25
Abr
16

La manía de legislar

 

Prevalece en esta era, una visión que afirma que las leyes pueden resolver cualquier problema. Esta falacia se ha instalado, no solo en la política sino también en buena parte de la sociedad que las demanda. Parece que jamás se ha comprendido, con claridad, la naturaleza y la esencia de las normas.

Muchos dirigentes políticos depositan abundantes energías en imaginar novedosas reglamentaciones que modifiquen la calidad de vida de todos, sin entender que las conductas no se transforman artificialmente. Ellos adhieren a esta necia postura de suponer que una ley todo lo puede.

En estos países, pululan a diario intentos de legislar sobre cualquier asunto. Ninguna jurisdicción logra escaparse de este molde general y caen, irremediablemente, en este eterno juego. Esta actitud obsesiva de los legisladores no distingue partidos. Todos creen en la omnipotencia del Estado, que impone reglas haciendo que la gente se someta a ellas sin más.

Es la ley la que debe interpretar a la sociedad, ajustándose a sus valores y no al revés. En estas comunidades, los legisladores suponen que pueden establecer reglas importadas, incompatibles con la idiosincrasia local y así producir genuinos cambios de hábitos, que permitan vivir en una sociedad desarrollada, gracias a su gigante creatividad e interesantes normas.

Por eso abundan, en estas latitudes, tantas leyes que pretenden fijar precios, impedir la comercialización de productos o regular la distribución de otros. Esos políticos creen que pueden controlar la economía y subordinarla a sus caprichos. Están convencidos de que, desde sus escritorios, pueden obligar a todos a obedecerlos, porque la razón y la verdad los asiste.

La economía se rige por un complejo sistema de estímulos. Cuando la legislación interfiere, altera no solo los precios relativos, sino que genera múltiples daños y consecuencias inimaginables para ese legislador. Sus claras limitaciones intelectuales y morales le impiden comprender que la interacción voluntaria entre los hombres no es objeto de su tarea cotidiana.

Pero eso no solo sucede en la economía, sino también en el resto de las manifestaciones individuales. Nadie deja de consumir estupefacientes, aborta, pasa un semáforo en rojo, se prostituye o porta armas, porque la legislación lo prohíbe. Razonar de ese modo es desconocer a la humanidad. Las personas toman decisiones en función de otros paradigmas diferentes.

Las leyes pueden intentar amedrentar pero, en casi todos los casos, solo consiguen que esas mismas acciones igualmente se concreten, pero en ambientes de mayor marginalidad, criminalizando sus determinaciones.

Los seres humanos solo evolucionan cuando aprenden, maduran, reflexionan y toman decisiones voluntarias totalmente conscientes y no cuando el Estado los amenaza con multas, penalidades o prisión.

No es que no se pueda legislar sobre absolutamente nada, pero es importante comprender que el trillado «respeto a las leyes» no se consigue arrodillando a la sociedad con rigor. El respeto se gana, nunca se impone. Si la idea es infundir temor, miedo, pánico y terror, esas no parecen ser las mejores alternativas para construir una comunidad pacífica y civilizada.

La sociedad en general está dispuesta a cumplir normas que coinciden con su matriz moral. La prohibición de matar, es compatible con esa convicción de que cada uno debe decidir por sí mismo que hacer con su cuerpo. Bajo esa perspectiva resulta inadmisible que otro pueda disponer de ella a su arbitrio. Así se explica el elevado consenso de esta norma.

Algo similar ocurre con el robo. La mayoría comprende el concepto de la propiedad privada, aunque últimamente haya relativizado esa creencia. La gente entiende que apropiarse del fruto del trabajo ajeno no es ético y por eso aprueba que cualquiera que transgreda ese principio sea sancionado.

Es evidente que se viven en el presente tiempos de «inflación legislativa». Muchos actores de la política contemporánea pretenden contener la subida de precios, evitar despidos, extender la expectativa de vida, erradicar enfermedades y eliminar adicciones apelando a las leyes. Si realmente esas herramientas fueran efectivas y sus teorías tuvieran algún correlato empírico con la realidad, la humanidad seria rica, joven y feliz por decreto.

Claro que muchos adhieren a esta visión por conveniencia y no por ignorancia. Una parte importante del «negocio» de la política se sustenta sobre la idea de que la sociedad esté convencida de que la legislación salva vidas, enriquece a las personas y las hace mejores. Si esa tesis no tuviera adeptos, probablemente, muchos de los burócratas no tendrían salarios, y no podrían vivir entonces a expensas del trabajo de los demás.

Pero no menos cierto es que otro sector de la sociedad cree ingenuamente en estas mentiras y alienta estos reprochables comportamientos de la política. Son muchos los ciudadanos que les exigen a los dirigentes que bajen los precios, generen empleos y que los jóvenes jamás se droguen, como si estos tuvieran en sus manos una varita mágica para lograrlo.

Es la peor combinación. Una sociedad irresponsable que delira con soluciones facilistas en complicidad con una clase política manipuladora que aprovecha esa candidez para atraer votos con estos disparates.

Mientras tanto, no solo no se resuelven los problemas sino que estas maniobras dilatorias hacen que finalmente nadie se ocupe seriamente de las cuestiones de fondo, de esas donde realmente se pueden mitigar impactos. Las normas no solo no aportan soluciones eficientes, sino que además desenfocan y postergan el abordaje correcto de las problemáticas actuales.

Si la sociedad desea cambios en positivo, debe comprender las verdaderas motivaciones que explican las conductas humanas y ponerse a trabajar con sensatez, sin delegar en terceros sus responsabilidades, intentando convertirse en genuinos agentes de cambio e inspirando a otros a imitarlos.

La ideología imperante que invita a redactar leyes a mansalva es una gran ilusión, un absoluto fraude. Pero, evidentemente, es funcional a una sociedad profundamente desorientada y a un sistema político procaz que promueve este espejismo de la mano de esta perversa manía de legislar.

Alberto Medina Méndez

albertomedinamendez@gmail.com

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13
Abr
16

La codicia como sinónimo de ineptitud

Codicia. Foto: Sebastián Marzetti

Cuando se trabaja con esmero, se pueden lograr brillantes resultados. El corolario de la tarea bien hecha, de la capacidad de resolver los problemas de la sociedad en el marco de un mercado competitivo, de satisfacer necesidades de un modo óptimo, muchas veces permite generar riquezas.

En cambio, en el ámbito estatal, el único modo de acumular mucho dinero es apelando a la corrupción. Los salarios en el sector público pueden ser inclusive elevados, según la posición que se ocupe, pero jamás se comparan con las significativas ganancias que se pueden lograr en el sector privado.

Sin embargo, en estos países, en el ranking de hombres más acaudalados, invariablemente aparecen dirigentes políticos que ostentan fortunas sin ningún pudor. No es necesario abrir una investigación judicial para darse cuenta de que esos dineros se han logrado recurriendo a negocios espurios.

Nadie puede acumular tantos recursos, en un cargo público con su salario formal. A lo sumo, siendo austero y administrándose muy bien, puede llevar adelante una vida acomodada pero jamás tan ampulosa como la que se le conocen a tantos personajes siniestros por estas latitudes.

La mayoría de los analistas intentan explicar el flagelo de la corrupción enfocándose en sus causas y consecuencias, pero tal vez valga la pena detenerse un poco en comprender como funcionan sus protagonistas.

Es posible entender, aun sin compartir sus criterios, la actitud de algunos que creen que su llegada a las oficinas públicas se constituye en su gran oportunidad para hacerse ricos. Ellos toman esa ocasión como la gran chance para salvarse. Saben que esa circunstancia durará poco tiempo y que si hacen negociados pueden cambiar su situación actual para siempre.

Es evidente que no tienen escrúpulo alguno y que les importa muy poco su eventual desprestigio personal. Algunos apuestan a pasar desapercibidos y que nunca nadie registre sus andanzas, pero su destreza para el disimulo es invariablemente efímera. Tarde o temprano terminan desplegando un patrimonio que jamás podrán justificar.

Indudablemente, su descredito no los incomoda tanto. En su escala de valores disponer de dinero es más relevante que su propia honra. Los tiene sin cuidado lo que opine la sociedad sobre ellos, ni siquiera lo que sus amigos y familiares piensen o la indigna herencia que le dejarán a sus hijos.

Una arista que no se analiza con suficiente profundidad es la otra cara de esa actitud lamentablemente tan cotidiana, de ir por lo ajeno sin pudor alguno, de quedarse con el fruto del esfuerzo de otros, y hacerlo con el descaro y la impunidad que tantas veces se ejercita sin recato.

Ese corrupto que utiliza su poder circunstancial en el Estado, para apropiarse del dinero que no le corresponde, no solo es un delincuente que infringe leyes y un inmoral por su ausencia de principios éticos.

Este individuo, es un incapaz, alguien que no dispone de ninguna habilidad, ni talento, para generar una riqueza legítima y bien merecida. Su valoración sobre sí mismo es muy limitada, casi nula. El no se cree apto. Sabe que no podrá desarrollarse por sus propios medios y el único camino que le queda para lograr su meta es saquear, sin contemplaciones, a los ciudadanos.

Ni siquiera tiene el coraje de los malhechores que le quitan todo a la gente a cara descubierta. El corrupto es un ser mucho más despreciable aún, porque además de sus burdas acciones diarias, es un cínico sin límites porque habla de la corrupción, como si él no fuera parte esencial de ella. Utiliza palabras como «honestidad» y «transparencia» en su lenguaje habitual, y lo hace a sabiendas de su real comportamiento, lo que lo convierte en un personaje mucho más repugnante.

La corrupción es un fenómeno aberrante, pocas veces combatido con inteligencia. La sociedad supone que solo se trata de elegir a los honestos, sin comprender el complejo entramado estructural que ha sido pergeñado por algunos para que cualquier energúmeno ignorante se aproveche de esas enormes grietas instaladas deliberadamente en el sistema.

Se podrán minimizar los hechos como estos, pero no se eliminarán de raíz hasta que no se logre desmontar el desmesurado tamaño del Estado, la eterna discrecionalidad de sus decisiones y su sombrío accionar.

En ese contexto, seguirán desfilando nefastos personajes por la vida política, sin distinción ideológica ni partidaria. Pero es trascendente entender que los corruptos, no solo son detestables sujetos que se apoderan de lo impropio con absoluta hipocresía, delincuentes de guantes blancos que se aprovechan de la gente, sino también personas que no valen la pena, que no tienen ninguna aptitud y cuya autoestima está por el suelo.

Ellos han elegido voluntariamente el camino del mal, el más humillante de los senderos. Legarán a sus hijos una inmensa fortuna a cambio de que convivan con la pesada carga de sus apellidos. Su patrimonio es la prueba más irrefutable de su absoluta impericia. Ellos solo pueden obtener dinero robando. Jamás podrán ufanarse de haber construido un imperio genuino, ni sentirse orgullosos de su esfuerzo. Es probable que no tengan remordimientos, ni se arrepientan nunca, pero la sociedad jamás los respetará, ni les dará reconocimiento. Su codicia es sinónimo de ineptitud.

Alberto Medina Méndez

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13
Abr
16

El turno de los descarados

«Descaro Medieval». Foto:Guillermo Ruiz

Parece asomarse lentamente el tiempo de encerrar en la cárcel a algunos corruptos. Sin embargo, no se vislumbra con claridad, un plan serio, integral y concreto para desarticular las verdaderas causas de la corrupción.

Es posible que se estén dando algunos pasos en la dirección adecuada, recorriendo una línea de progresivos avances. Es necesario que los que se apropiaron del dinero de la gente no queden impunes. Si todo esto ocurre finalmente, será una excelente señal para el presente y el futuro del país.

Aun no se sabe si lo que viene aconteciendo es parte de una venganza organizada desde la corporación judicial, una meditada decisión política o solo un ataque espasmódico de moralina ventajista. El resultado final puede ser igualmente muy positivo, con independencia de las motivaciones que han llevado a este repentino despertar cívico y a esta inusual valentía republicana nacida desde las entrañas de este cuestionado sistema.

Más allá de las innegables implicancias favorables de estas noticias que todavía conmueven, desmontar las profundas raíces de la corrupción doméstica, de esa maquinaria arraigada por décadas, precisará de muchas otras acciones y no solo de este mero conjunto de loables intentos aislados.

Esta puede ser una enorme bisagra en la historia política, sobre todo por su significativo valor simbólico. De algún modo, desde ahora mismo se puede hacer bien lo que casi nunca se hizo adecuadamente. Los corruptos no merecen clemencia alguna. Ellos tampoco la han tenido en ningún momento y sus remordimientos no aparecieron jamás, ni siquiera ahora.

El inocultable cinismo que ostentaron varias generaciones de dirigentes políticos es tremendamente ofensivo para todos. Demuestra una total falta de respeto a los ciudadanos, a esos mismos a los que se les ha mentido reiteradamente sin sonrojarse y sin ningún pudor. Sin dudas, esa despreciable actitud amerita, como mínimo, un castigo moral equivalente.

Para esto no sirve demasiado el endiosado gradualismo que invita a quedarse a mitad de camino. Claro que hay que avanzar caso por caso y continuar por ese sendero, pero importa mucho hacerlo con total determinación y suficiente potencia, para no caer en la eterna tentación de ocuparse solo de algunos emblemáticos incidentes, de seleccionarlos con un sentido político y haciendo gala de un indisimulable oportunismo.

Siempre ha sido una preocupación la impunidad ante la ley, pero hay que invertir también muchas energías en conseguir que los corruptos reciban además un contundente rechazo ciudadano, no solo porque corresponde, sino porque esa es la mayor garantía de que si la estrategia legal tropieza, no podrán continuar con sus fechorías como si nada hubiera acaecido.

Esta casta de inmorales tiene cierto talento para acomodarse a los nuevos escenarios a una gran velocidad, logrando que buena parte de la sociedad olvide todo lo sucedido sin pedir explicaciones por ese evidente cambio. El modo eficiente de terminar con esta patética historia es asegurarse que los corruptos tengan su merecido, pero que también los «colaboracionistas de siempre», no se escapen de ciertas normas haciéndose los despistados.

Una importante cantidad de dirigentes han sido, no solo funcionales por omisión, sino que han cooperado a cara descubierta con esos mismos a los que hoy les han soltado la mano, demostrando además, sin disimulo, sus escasos escrúpulos, su cruel personalidad y su indecencia crónica. .

Los delincuentes que se quedaron con el fruto del esfuerzo de la gente merecen todo el repudio. Pero ese premio también debe ser para aquellos otros que además de colaborar con las andanzas de los malhechores, deambulan por ahí como si nada tuvieran que ver, como si lo ocurrido no se hubiera logrado también gracias a su imprescindible complicidad manifiesta.

Esta actitud de hacerse los distraídos nos los exculpa de nada. Hicieron lo que hicieron con total convicción. No fueron obligados a punta de pistola a hacer lo que no deseaban. Recibieron beneficios directos por sus posturas públicas y contribuyeron enormemente a construir el andamiaje político de ese perverso poder que fue el instrumento para ejecutar tantas atrocidades.

Es necesario mirar hacia adelante y dar vuelta la página de una vez, pero para hacerlo es indispensable que no se cuelen por los resquicios los secuaces de los forajidos de la política que aun pululan por ahí y pretenden pasar desapercibidos como si ellos no fueran parte central del problema.

Las sociedades siempre evolucionan con los individuos que disponen en un momento determinado y eso incluye a sus dirigentes. Hay que generar el marco de oportunidad para arrepentirse genuinamente. Si se cometieron errores bien vale asumirlos a viva voz, confesar los desaciertos sin eufemismos y comprometerse de un modo diferente para lo que viene.

Lo que no parece razonable es intentar que algo cambie con la participación protagónica de los mismos actores, con gente que no tiene miramiento alguno para delinquir, y que además exhibe una ausencia de códigos de lealtad con sus ideales y sus amigos, que los muestra como lo que son.

Un personaje que mira para otro lado, que ahora descubre mágicamente que, en el pasado, se cometieron delitos que fueron denunciados hasta el cansancio, que de pronto se sorprende ante la inmensa nómina de abusos de poder que emergen a diario y las reiteradas arbitrariedades que han quedado al desnudo, no merece tampoco respeto ciudadano alguno.

La lucha permanentemente contra la corrupción es un deber de todos. Encarcelar a los corruptos también. Pero es necesario además asumir las equivocaciones del pasado reciente con hidalguía. En ese proceso resulta vital ocuparse de esos pícaros que intentan hacerse los desentendidos. Para ellos también están las normas legales, pero si esas reglas no alcanzan para ponerlos en su lugar, será entonces la sociedad la que tendrá que recurrir a las urnas para que pronto sea también el turno de los descarados.

Alberto Medina Méndez

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06
Abr
16

Desechar las convicciones

«DIVORCIATE DE TUS IDEAS ANTES DE CONVERTIRTE EN UN ADÚLTERO DE TUS CONVICCIONES». Foto y pié Raisa Maudit

Parece que los principios ya no importan mucho a la hora de hacer política. Al menos eso es lo que surge al observar lo que hace la inmensa mayoría de los dirigentes cuando debe fijar posturas y brindar discursos en público.

Queda en el aire esa sensación de que las decisiones se toman en base a un conjunto de conveniencias circunstanciales, a un pactado intercambio de beneficios mutuos y siempre de la mano de ocultos acuerdos que la gente desconoce, no por azar, sino por expresa voluntad de los protagonistas.

La política sigue siendo una actividad de escaso prestigio. Las acciones poco transparentes de quienes la ejercen no ayudan demasiado. La gente percibe que los que hoy opinan de una manera, mañana pueden hacerlo de un modo diametralmente opuesto, sin siquiera sonrojarse.

Debe quedar en claro que cambiar de parecer no es un pecado. De hecho, puede ser el síntoma de una meritoria evolución y sinónimo de una gran honestidad intelectual. Cuando una visión sobre la realidad es cuestionada y los argumentos que sostienen esa crítica tienen suficiente sustento, pueden dar paso a una idea mucho mejor, superadora y con mayor fundamento. En esa circunstancia, ese gesto de reemplazar opiniones debe ser aplaudido.

Se requiere, para eso, de una colosal capacidad para dudar de lo que se ha dicho siempre y estar dispuesto a someter las propias miradas al complejo desafío de una interpelación constante frente a otras ideas, contrastándolas con nuevas perspectivas e interpretaciones diferentes y originales.

Lamentablemente, esto se verifica con mayor frecuencia en los ámbitos científicos y académicos, que en el mundo de la política, donde la hipocresía, la versatilidad y el cinismo parecen ser, no solo moneda corriente, sino una virtud en el desempeño de esa tarea.

Cuesta comprender la falta de escrúpulos de muchos dirigentes que con la misma potencia que sostenían hoy una visión, luego reniegan de ella. Vale la pena insistir en esto de que el problema no pasa por cambiar de posición frente a un tópico cualquiera, sino en la escasa dignidad para aclarar los motivos de esa revisión, que pudiendo ser genuina, se desacredita ya no por la eventual mutación, sino por la inocultable ausencia de explicaciones.

Mucha gente se indigna frente a este tipo de montajes burdos, excesivamente habituales en la política contemporánea. Pero no menos cierto es que estas mismas sociedades no han tenido la osadía suficiente para repudiar con determinación estas acciones que tanto critican por lo bajo. La queja aparece por poco tiempo, en el intercambio superficial entre amigos, pero luego se olvida rápidamente con preocupante displicencia.

Ya se sabe que lo que no tiene costo político para un dirigente, lo que no implica una caída en sus posibilidades futuras, termina convirtiéndose en un estímulo. Es bueno comprender que en países como estos, ese tipo de imposturas se reiteran hasta el cansancio, cíclicamente, justamente porque la sociedad las pasa por alto borrándolas de su registro.

Todo esto también ocurre como consecuencia de un premeditado proceso de vaciamiento ideológico que se ha vivido en las últimas décadas con mayor impulso, bajo el paraguas del endiosado pragmatismo.

Los partidos políticos que se han ocupado expresamente de hacer una apología de la flexibilidad de sus creencias han generado deliberadamente este fangoso terreno que les resulta muy cómodo porque pueden decir lo que sea sin costo alguno y cambiar de visión con total maniobrabilidad.

En los países más serios, con mayor gimnasia cívica, los partidos promueven un conjunto de ideas, se identifican con ciertos preceptos y la gente sabe que esperar de ellos frente a cada tema planteado. Sus posturas no son sorpresivas y el margen de ductilidad se utiliza solo para cuestiones instrumentales, pero no para abandonar los principios básicos.

Mientras se siga idolatrando a los pícaros, mientras se continúe con esta detestable práctica ciudadana de apoyar a personas despreciables, los resultados serán estos y habrá que soportar esta maldita inercia.

La política actual prioriza solo sus intereses. Hace acuerdos a espaldas de todos, canjea favores personales, ofrece ventajas sectoriales y privilegios de casta. Esa volubilidad le resulta tremendamente funcional y cuenta con la complicidad de una irresponsable ciudadanía que avala ese esquema porque prefiere no apegarse a una escala de valores tan inquebrantable.

Nadie ha «recuperado la capacidad de reflexionar, ni de decir lo que piensa». En todo caso, sería más apropiado reconocer que hoy resulta conveniente hacer esto, decir eso y borrar con el codo lo que se escribió con la mano. Es solo una muestra de la perversidad de un sistema, del descaro de una generación de políticos y de una sociedad que tiene mucho que replantearse, porque no solo ha votado a personajes como esos, sino que aprueba a diario, tal vez sin darse cuenta del todo, este tipo de conductas que no son aisladas, sino que forman parte de su inalterable escenografía.

Muchos repiten hasta el cansancio aquello de que «la política es el arte de lo posible», y utilizan esta frase para justificar su eterna adaptabilidad y sus ambiguas posiciones. Que estos episodios se hayan naturalizado más allá de lo deseable no los convierte, de modo alguno, en éticamente correctos.

El presente no es fruto de la causalidad. Buena parte de lo que sucede tiene que ver con lo que se hace mal y la clase política no es la excepción a la regla, sino en todo caso, una prueba irrefutable de la decadencia moral de una sociedad que, en su vida diaria, funciona de idéntico modo, con un doble estándar, reclamando a los demás un status moral que no se pide a sí misma. No solo la política hace siempre lo que más le conviene. Muchos individuos también han caído en la tentación de desechar las convicciones.

Alberto Medina Méndez

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02
Abr
16

SOBRE LA CONFRONTACIÓN ENTRE EL PODER CIVIL Y EL PODER MILITAR EN LA HISTORIA DE LA VENEZUELA REPUBLICANA*

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Ejército Venezolano. Foto: Eloy Briceño

83º Mensaje histórico

Por  Germán Carrera Damas

Escuela de Historia

Facultad de Humanidades

Y Educación. U. C. V.

 

Agradecimiento y advertencia:

 

I.-  Creo oportuno hacer  dos puntualizaciones que me permitirán situar históricamente el tema sobre el cual deseo invitarles a conversar.

 

A.- Una constante corre a lo largo de nuestra historia republicana. Concierne a la independencia nacional, en el triple sentido de su logro, de su consolidación y de su defensa. Según las áreas socio históricas y las circunstancias socio políticas, la de la independencia nacional es cuestión que experimenta cambios de urgencia y de intensidad, pero sin menoscabo de su esencial y perdurable valor.

 

B.- Mas, otra constante hay que corre a lo largo de nuestra historia republicana independiente, iniciada en el 9 de diciembre de 1824, cuando el ejército de la República de Colombia, comandado por el general colombiano nacido cumanés, Antonio José de Sucre, puso fin al imperio hispano americano en la Batalla de Ayacucho. Esa constante es la lucha contra el despotismo. Sólo que iniciada esa lucha como rechazo de la monarquía absoluta y del nexo colonial, ha tomado, -y lo digo en presente- un nuevo sentido en el desenvolvimiento de la historia republicana independiente.

 

II.- La instauración del despotismo republicano en el ámbito de la restauración de la estructura de poder interna de la sociedad monárquica colonial en trance de hacerse republicana, nada tuvo de fortuito; respondió a una necesidad socio histórica.

 

A.- La ruptura del nexo colonial trajo consigo la profunda alteración de la estructura de poder interna de la sociedad monárquica colonial. Hasta el punto de que, lograda la independencia de hecho, el restablecimiento de esa estructura se volvió condición urgente, y también requisito ineludible, para echar las bases institucionales, políticas y sociales, de la República. De allí el expediente socio jurídico que he denominado, respecto de la República de Colombia abolición selectiva de la Monarquía.

 

B.- En la Venezuela independiente la perturbación de la estructura de poder interna de la sociedad colonial revistió particular gravedad, dada lo reciente formalización de esa estructura, sucedida jurídicamente en 1777, y el acendrado monarquismo de la sociedad, reconciliada con el nexo colonial desde 1814-1815 hasta 1821, cuando el ejército de la República de Colombia, comandado por el general colombiano, nacido en la Gobernación y Capitanía General de Venezuela, Simón Bolívar, triunfó en la segunda Batalla de Carabobo. Fue necesario movilizar fuerzas sociales institucionalizadas que habían formado parte  del ejército de la República de Colombia.  A esas fuerzas acudieron los repúblicos que constituyeron, en 1830, el separatista Estado de Venezuela.

 

III.- Transcurrida  una década, esos mismo repúblicos consideraron que ya la sociedad civil había alcanzado el nivel de estructuración, y de control social, requerido para entrar a regir soberanamente la vida social y política, prescindiendo de la tutela militar en lo político.

 

A.- Pero había tomado carácter de creencia, en los próceres militares, de que si a ellos consideraban que se les debían el logro de la Independencia y la instauración de la República, también les correspondía su guarda y preservación, confundidas en la noción de gobierno, merecidas como justa compensación de su sacrificado heroísmo.

 

B.- Al procerato civil le correspondió, por consiguiente, emprender la reivindicación de la preeminencia del carácter cívico de la institucionalización republicana, correlativa del papel desempeñado en la crisis del nexo colonial y en la conducción política de la lucha; si bien esta fue ostensiblemente subestimada, si no francamente menospreciada, por quienes habían derramado sangre y no tinta.

 

                      IV.- El largo y calamitoso siglo XIX venezolano, que visto como esta pugna entre el así conformado Poder militar y el así reivindicado Poder civil, perduró hasta los años 1945-1947. No fue mácula de nuestra aspiración republicana. Recorrimos el mismo fragoso camino que han transitado todas las sociedades que, procedentes de la monarquía absoluta, se mostraron empeñadas a instaurar de inmediato el régimen liberal republicano.

 

A.- Hasta ese momento de cambio revolucionario, la pugna contra el extrapolado Poder militar había tenido el sentido de lucha contra el despotismo, planteada como lucha por la libertad contra la dictadura. Tal fue el sentido predominante de la rebeldía escenificada por la denominada Generación del 28, que desembocó en la cárcel y el exilio, si bien dejó sembrada una inquietud que se reveló fecunda.

 

B.- Los cambios operados en el escenario internacional, iniciados, por la crisis política europea post Primera Guerra mundial y acentuados por la Revolución Roja o soviética, impulsaron procesos ideológico-políticos que modificaron ese  escenario hasta culminar con el estallido de la Segunda Guerra mundial. La consiguiente formación del Gran Frente de la Democracia contra el fascismo, si bien por razones estratégicas incluyó a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), produjo los postulados revolucionarios contenidos en La Doctrina de las Cuatro Libertades y La Carta del Atlántico.

 

                      C.- Bien interpretados esos postulados por los surgentes demócratas venezolanos, les fue posible montar un andamiaje sociopolítico que, valiéndose del obligado clima de libertades básicas compatible con el sentido democrático y de autodeterminación de los pueblos de los mencionados documentos, desembocó en la Revolución de Octubre de 1945.

 

V.- La visión históricamente prospectiva de la fase actual de la confrontación entre el Poder militar y el Poder civil representa la culminación del cambio histórico desencadenado por la Revolución del 18 de octubre de 1945, en virtud del Decreto Nº 9 de la Junta Revolucionaria de Gobierno de los Estados Unidos de Venezuela, fechado en el 22 de octubre de 1945, cuyo Artículo 1º y único reza: “Los miembros de la Junta Revolucionaria de Gobierno de los Estados Unidos de Venezuela, creada la misma noche en que triunfó definitivamente la insurrección del Ejército y pueblo unidos, quedan inhabilitados para postular sus nombres como candidatos a la Presidencia de la República, y para ejercer este alto cargo cuando en fecha próxima elija el pueblo venezolano su Primer Magistrado.”

 

A.- El producto fundamental y perdurable de esa Revolución fue la instauración, primera y primaria, del Poder civil en Venezuela. Lo que dio origen a una pugna por el control del poder público, iniciada de inmediato. Pugna  de la cual vivimos la crisis de instauración del Poder civil en el lapso 1948-1959, el conato de preservar el Poder Militar en 1959, y la variante representada por la candidatura presidencial del Contralmirante retirado Wolfgang Larrazábal. Vivimos actualmente la que será la definitiva crisis de desarrollo de la instauración del Poder civil; pues de ella habrá de resultar la sociedad genuinamente democrática venezolana, que ha despuntado en el 6D de 2015.

 

B.- Contrariamente a lo pregonado por observadores políticos e historiadores de escaso sentido histórico, el curso de estos acontecimientos es una rotunda comprobación de la vigencia de La dialéctica histórica de continuidad y ruptura. La cual rige los procesos históricos que, por vincular el cambio sociopolítico con el cambio histórico, requieren un lapso de tiempo histórico   proporcional con la densidad estructural del cambio histórico socialmente procurado; y ocurre que después de la ruptura del nexo colonial, la instauración del Poder civil es el segundo gran hito de nuestra historia republicana.

 

C.- En el caso de la sociedad venezolana contemporánea, lo así alcanzado quedó puesto de presente por la circunstancia de que tras casi dos décadas de erradicación programada, los fundamentos ideológico-políticos democráticos del Poder civil, implantados en 1945-1948, y cultivados socialmente desde entonces, ya no descienden desde el nivel político hacia la sociedad sino que ascienden desde ésta hacia el nivel político; confirmándose con ello la virtualidad de una sociedad genuinamente democrática en sustentable proceso de edificación.

 

Conclusión:

 

Me permitiré terminar invocando una recomendación que conviene no olvidar. Dice así: el sentido de la historia está escrito en su acontecer; pero, para percibirlo es necesario aprender a leer la historia con enfoque prospectivo.

 

Gracias. Caracas, marzo de 2016.

___________________

*  Ponencia presentada en el Foro de la Fracción parlamentaria de Vente Venezuela.

Museo Boliviano de la Asamblea Nacional. Caracas, 15 de marzo de 2016.

 




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